El deterioro fiscal comenzó el año 2012. Desde entonces, el balance fiscal efectivo ha caído de manera sistemática. De hecho, las mayores caídas sucedieron en los años 2013 y 2014, bajo los ministerios de Felipe Larraín y de Alberto Arenas, respectivamente. En el primer caso, el deterioro fue de 1,2 puntos del PIB; en el segundo fue levemente menor, equivalente a un punto del PIB.
Como consecuencia, la deuda fiscal creció sistemáticamente. Durante el primer gobierno de Sebastián Piñera, la deuda fiscal bruta como fracción del PIB se elevó en casi siete puntos del PIB, mientras que en el segundo gobierno de Michelle Bachelet creció en casi once. El gasto público corriente como proporción del PIB también se ha elevado de manera continua desde el año 2012, al igual que el gasto total, el que solo cayó levemente (en 0,1 puntos del PIB) en el año 2013.
El deterioro del balance fiscal se debe a que esta alza en el gasto no ha tenido como contraparte un aumento equivalente en los ingresos fiscales. Lo relevante es que hace ya un tiempo se observa inercia, una tendencia a un mayor gasto que no pareciera detenerse. De hecho, para el 2018, el Ministerio de Hacienda proyecta que el gasto crecerá más rápido que el PIB. Curiosamente, incluso luego de descontar el ajuste fiscal anunciado recientemente, el Gobierno proyecta que gastará más (sí, más) que lo aprobado en el presupuesto para este año.
Pedir austeridad es trivial. Parecer austero es fácil; serlo, no tanto. La expansión del gasto fiscal es connatural al desarrollo. En la medida que los países alcanzan mayores niveles de desarrollo, sus Estados tienden a crecer. Ya no basta con focalizar el gasto en los ciudadanos en situación de pobreza. Con toda justicia, los grupos medios también piden un mayor acceso a beneficios del Estado, como una mayor calidad de la educación y mejores pensiones y salud.
Mantener una situación fiscal sana requiere de grandes acuerdos políticos porque es difícil tanto subir los impuestos como ajustar el gasto; es el Ministerio de Hacienda el llamado a convocar a esos acuerdos. Un problema es que el actual ministerio no ha querido reconocer que la inercia fiscal comenzó con el impulso fiscal del 2009 y que no se detuvo ni en el gobierno anterior de Sebastián Piñera ni en el segundo de Michelle Bachelet. Las culpas son compartidas, no son solo del gobierno pasado. Tampoco ayuda que el ministerio invente gastos comprometidos que no lo son y contratación pública que no hubo.
Menos que anuncie con bombos y platillos un ajuste fiscal, pero que en neto termine gastando este año más que lo presupuestado. Por cierto, no es congruente desear recortar los impuestos y mejorar el balance fiscal a la vez. La relación entre impuestos y crecimiento es compleja y la evidencia sugiere que los riesgos de un mayor déficit fiscal de rebajas tributarias son reales. Las rebajas tributarias no suelen pagarse solas. Una de las lecciones de esta inercia fiscal es que la regla de balance estructural se ha vuelto insuficiente para asegurar finanzas públicas robustas.
Asimismo, aprendimos que la metodología de cálculo de balance estructural es compleja, opaca y volátil. Al final, no tenemos claridad suficiente respecto de cuál es la real situación de balance estructural. Un Consejo Fiscal independiente y con capacidades reales puede ayudar, pero este tomará tiempo en consolidar su institucionalidad y lograr credibilidad.
También se puede considerar incorporar otras anclas de mediano plazo que permitan desvíos en circunstancias especiales, como un máximo de deuda fiscal como fracción del PIB, un techo para el crecimiento del gasto o límites al déficit efectivo. Por cierto, no podemos olvidar que Chile sigue entre los países cuyos gobiernos están menos endeudados en el mundo (como proporción del PIB) y que esa posición no ha cambiado. Ello no siempre fue así; se logró sobre la base de acuerdos respecto de la importancia de finanzas públicas sanas. Hoy la institucionalidad fiscal se ha hecho insuficiente y necesita revisarse y fortalecerse. Cuanto antes, mejor.