El viernes pasado, el presidente de la Corte Suprema, Haroldo Brito, en la inauguración del año judicial —ceremonia que cumple 101 años y que reúne a las principales autoridades del país—, señaló que resultan preocupantes las disputas institucionales ocurridas en el último tiempo, especialmente las que han entablado el Poder Judicial y el Tribunal Constitucional (TC). En la sala escuchaban el Presidente de la República y el pleno del TC.
Las palabras de Brito tuvieron un significado adicional. Entre otras cosas, porque recordó que —no obstante la acusación constitucional en contra de tres ministros de la Corte— han sido los tribunales los que han contribuido en los últimos años a la verdad en relación con las violaciones a los derechos humanos. En ese momento, manifestó nuevamente su preocupación por los casos suspendidos por el TC en esta materia.
La tesis de Brito es que el actual diseño institucional genera tensiones indebidas entre los principales organismos jurisdiccionales del país y que, de continuar, ello puede tener consecuencias negativas para el funcionamiento del estado de derecho. Al término de la ceremonia, el Presidente de la República, casi sin que mediara pregunta, declaró que su programa contemplaba reformas al TC.
Parte del conflicto es resultado de los acuerdos de la reforma constitucional de 2005, la que concentró sus esfuerzos en tratar de reducir los “enclaves autoritarios” de la Constitución de Pinochet, como el rol del Consejo de Seguridad Nacional, la supresión de las Fuerzas Armadas como garantes de la institucionalidad, la eliminación de los senadores designados y la subordinación de los tribunales militares a la Corte en tiempos de guerra, sin perjuicio de otras que apuntaron a ajustes de la operación constitucional.
Estos acuerdos también reformaron el TC, pero dejándolo como la institución encargada de satisfacer los apetitos del sistema binominal:
integrada por un número par de miembros (diez), dejando a la política un peso desproporcionado en los nombramientos (siete de diez) y
entregándole competencias que ampliaron su poder de veto. Esa combinación de factores provoca que, cada vez que el TC objeta un proyecto discutido por el Congreso o una ley que debe aplicar un tribunal, su rol sea visto como partisano y no como un árbitro de la
democracia.
Así las cosas, las palabras de Brito son más que una simple inquietud. Evidencian que el acuerdo constitucional de 2005 fue un pacto sobre el pasado y que, por esa razón, se despreocupó sobre el funcionamiento de las instituciones permanentes de la República, lo que ha provocado una especie de “eterno retorno” acerca de la necesidad de un arreglo constitucional compartido, institucionalmente estable y democráticamente inclusivo.