En 1997 Andrés Allamand perdió la elección senatorial y a partir de eso escribió su libro «La travesía por el desierto» (1999). En esas tempranas memorias recordó la carta enviada al sector más reaccionario de la derecha, donde decía: ‘Aquellos que a brazo partido han defendido la rigidez absoluta de la Constitución deberán observar impotentes cómo la Concertación, disponiendo de mayorías que nosotros mismos les habremos facilitado, impondrá sin contrapeso su voluntad’ (p. 462). La preocupación del hoy Senador era pragmática, porque en la medida que pasaran los años, los senadores designados terminarían dando una mayoría a la centro izquierda que la derecha deseaba impedir. Son esos los motivos que explican en buena parte por qué estos aceptaron la reforma constitucional de 2005, un acuerdo marcado por los tumultuosos años iniciales de la administración de Ricardo Lagos, más que por una convicción democrática de reforma.
Días atrás el mismo senador le imputaba a la derecha partidaria del apruebo su visión miope, porque implicaba una asociación con quienes desean, en su opinión, eliminar el derecho de propiedad, la libertad de enseñanza, el Tribunal Constitucional y el Banco Central, entre otras ‘monstruosidades’. Algo similar ha señalado este fin de semana Carlos Larraín en una entrevista. Estas expresiones son una simplificación torpe de la realidad y olvidan con facilidad que el gran desafió que enfrenta la democracia constitucional es establecer reglas que le permitan gobernar la complejidad para garantizar su sobrevivencia, para lo cual necesitamos discutir pactos constitucionales que permitan gestionar la incertidumbre y el riesgo, que provocan temores justificados en millones de personas. Hoy en distintas partes del mundo esto se define entre quienes desean profundizar la democracia o promover proyectos constitucionales autoritarios.
Es cierto que las reflexiones propias no nos pueden llevar a conclusiones uniformes con otros y que la calidad de la democracia se mide en la capacidad que tiene para administrar nuestros disensos, por eso debemos utilizar la protesta pacífica, la deliberación y el voto para resolver nuestras diferencias. Pero para que esto sea posible es indispensable que los responsables de la discusión pública actúen lealmente con los hechos del debate, lo que se traduce en no imputar a otros el propio prejuicio.
Mientras en el mundo abundan los mesiánicos con sus propuestas constitucionales —Putin es el ejemplo reciente— nuestro país tiene la posibilidad de ‘democratizar la democracia’. Esa es la importancia del plebiscito del 26 de abril, la invitación a una travesía colectiva que no tiene nada de miope.