El Presidente Boric está enfrentando una caída brusca en su aprobación presidencial. Algo que es preocupante, pero no novedoso, ya que el mismo fenómeno se dio en el gobierno anterior y, coincidentemente, ocurre en parte de la región. La pregunta, entonces, radica en qué leer de un fenómeno tan extendido como complejo. Más importante aún, nos obliga a cuestionar su relevancia en la sobrevivencia de nuestros sistemas democráticos.
Las distintas teorías que buscan explicar la aprobación de los Ejecutivos suelen enfocarse en temas relativos a su capacidad de manejar la economía, de cumplir con sus promesas, en la existencia de casos de corrupción o, en el caso de los presidencialismos, en las evaluaciones al carácter de los jefes de Estado. Todas estas explicaciones tienen en común que mezclan las habilidades personales de los líderes (su carisma, su capacidad de comunicación, su integridad, entre otras) con el cumplimiento de programas de gobierno y de las medidas por las que fueron electos. Así, en la medida en que sus gobiernos se entrampan en su gestión, suelen caer en aprobación.
En la mayoría de las últimas elecciones en América Latina han perdido los incumbentes, algo que es contrario a lo que se espera en la literatura. En los últimos años, esto ha tenido como resultado el resurgimiento de la llamada “marea rosa”, es decir, de gobiernos de centroizquierda o izquierda. Pero la verdad es que es tan extendida la noción de rechazo a quienes detentan el poder, que bien podríamos tener una marea conservadora en algunos años más. En el fondo, se trata más bien de un rechazo a los que gobiernan que a una disputa ideológica.
Salvo los notables casos de López Obrador en México y Arce en Bolivia, los presidentes de la región gozan de relativa poca salud en la opinión pública. Incluso Boric está en la medianía de la tabla, a pesar de su creciente tendencia a la baja. Si miráramos solo a Chile, quizás le podríamos echar la culpa a nuestros partidos políticos incapaces de generar intermediación, pero la verdad es que el fenómeno se extiende a países con sistemas partidarios mucho más debilitados, como Perú, y a países usados como ejemplos de enraizamiento partidario, como Uruguay o Argentina.
Quizás es momento de volver a mirar a nuestro sistema político como potencial causante de una parte de nuestros males. La lógica de desconfianza entre poderes del Estado que inunda a los presidencialismos, se ha ido convirtiendo en una verdadera camisa de fuerza que incrementa la frustración ciudadana. Incluso quienes venden la idea que esta lógica de pesos y contrapesos es un freno al autoritarismo debieran aceptar que no es cierto, como demostró Trump o Bukele. En el fondo, el autoritarismo (y el populismo) se alimentan de la frustración que produce el bloqueo de nuestros sistemas políticos.
La sobrevivencia de nuestros sistemas democráticos en el largo plazo pasa, en mi opinión, por asegurar mejores mecanismos de representación, donde las expectativas de la ciudadanía tengan un correlato con la acción de los gobiernos. En ambientes con baja densidad partidaria (como Chile) y con poca capacidad de colaboración entre oficialismo y oposición, los gobiernos se vuelven veletas de una opinión pública inconsistente y, en el tiempo, fracasan en cumplir sus promesas.