En “El hombre sin atributos”, la novela de Robert Musil, su personaje Clarisse señala: “La gran villanía de hoy no consiste en cometerla, sino en despreocuparse de ella; esta crece en el vacío”. Algo de eso es lo que ha sucedido tras las declaraciones de la ministra Cecilia Pérez, la cual, como una manera de contrarrestar los anuncios de una acusación constitucional del Partido Socialista contra la ministra de Educación, afirmó que esta acción tenía por finalidad eludir las explicaciones que dicho partido debía ofrecer por sus supuestos vínculos con el narcotráfico. El Presidente de la República apoyó esas palabras.
Las expresiones de la ministra Pérez fueron groseras y se apartan del principio de objetividad que se exige a los funcionarios públicos en el desempeño de sus cargos. Ello explica la reacción de la oposición, la cual, en señal de protesta, ha impedido que subsecretarios y asesores ingresen a las comisiones del Congreso. Hasta ahí, el debate no es más que un asunto propio de las contingencias de la política.
Sin embargo, un grupo de senadores de oposición decidió transformar esas chapuceras palabras en un problema legal, presentando una denuncia en el Ministerio Público porque la ministra Pérez habría omitido su deber de denunciar los ilícitos que enunciaba. Ello es confundir los incómodos ámbitos que genera el debate público, el que incluso debe aceptar groserías y tergiversaciones para contrastarlos con la certeza de los hechos, con los formalismos que impone el sistema penal.
Un sistema democrático razonable debe ser capaz de canalizar en los espacios de la política aquellos debates y reproches que forman parte de las inevitables adversidades que la competencia democrática provoca, aun en casos perturbadores, para así incidir en la agenda pública y obtener el favor de los votantes. Pero cuando la política sobrepasa esos límites, y entrega la capacidad de decisión de esos asuntos a los fiscales, al contralor o a los jueces, no solo tensiona a esas instituciones, empujándolas a resolver controversias que les son ajenas. También termina construyendo la necesidad de una especie de superhéroes, esos personajes que, al amparo de una ciudad corrupta, pueden barrer con los políticos porque solo importa la policía de la rectitud.
Resulta conveniente no olvidar que cuando la política pierde sus atributos para resolver las contingencias del debate público, permite que en el vacío crezcan quienes, bajo simples lealtades formales a la democracia, promueven idearios absolutos que no toleran la diversidad. Y la historia nos ha enseñado que, cuando nos damos cuenta de eso, ya es demasiado tarde. Porque, tal como señala la Clarisse de Musil, “la despreocupación es diez veces más peligrosa que la acción”.