Hace poco más de un siglo se desató una de las pandemias más mortíferas, la ‘gripe española’. Como bien ha explicado la literatura (López y Beltrán, 2013) la gestión de esa crisis fue deficitaria por parte de las autoridades a pesar de las advertencias. La enseñanza de ese proceso fue la modernización del sistema de salud pública y el desarrollo de la medicina preventiva como política pública. Ese criterio ha marcado desde entonces a la cultura médica chilena.
Pero también hace casi un siglo el país enfrentaba el desgaste de su sistema político, un ‘parlamentarismo de facto’ que provocaba incertidumbre, un clientelismo que había facilitado la corrupción y una solución que solo llegó pocos años después, representada en la Constitución de 1925, un texto que trató de dar sentido a la construcción del futuro, permitiendo entre otras cosas ordenar el presidencialismo, sistematizar la estructura de derechos, consolidar instituciones y profesionalizar la función pública.
Los años que siguieron fueron intensos, pero hasta el golpe de 1973, el arreglo institucional obtenido tras esos locos años 20 le dio estabilidad a nuestra democracia, construyendo una idea colectiva, no exenta de traiciones.
Un siglo después existen similares interrogantes. Aunque el país es distinto, el dilema al enfrentar una crisis sanitaria vuelve a mostrarnos con brutal sinceridad que esto no es un problema de simple individualidad, que la vida colectiva tiene un sentido, que la idea de cuidarnos unos a
otros tiene lógica más allá de la simple subsistencia, que el altruismo y la solidaridad no es una retórica de autoayuda, que el bienestar del vecino también es nuestro problema, que un Estado fuerte que garantice una vida digna y permita el desarrollo de las libertades es clave para la democracia, y que un gobierno eficaz es esencial para la confianza pública.
Porque en ese complejo equilibrio que es nuestra vida democrática actual, si alguno de esos supuestos falla, la demagogia rampea, el individualismo muestra su cara miserable y los pusilánimes, aquellos que guardan silencio para ver a quien dan su favor, aumentan a la espera de una oportunidad, como simples especuladores.
Cuando usted trata de pensar por qué un pacto constitucional es importante, piense en esos locos años 20, los de hace un siglo y los de hoy, porque es precisamente para eso que es útil, para permitirnos la autonomía, pero también para convocar nuestros valores colectivos y las responsabilidades institucionales en momentos difíciles.
Porque el ego que ostentamos y nos hace sentir dueños del mundo no vale de nada frente algo tan pequeño como un virus, que es capaz de recordarnos que basta un pequeño momento para cambiar nuestras vidas para siempre.