Una de las tendencias que se está haciendo presente en América Latina, y en otras partes del mundo, es que las elecciones presidenciales son más bien un reflejo del descontento con los incumbentes y no una elección sobre las esperanzas en sus contendientes. A pesar de la mística que se le ha querido imprimir al éxito de la izquierda en la región, lo cierto es que esas victorias se parecen más a matrimonios por conveniencia que a matrimonios por amor. Con ello, las lunas de miel con el electorado también se han vuelto más cortas y menos relevantes.
A días de cumplirse un año desde el inicio del gobierno de Gabriel Boric, varias voces plantean la necesidad de un cambio de gabinete y de la modificación de algunas reformas clave. En su arsenal están los bajos números en las encuestas y la compleja realidad de un Congreso extremadamente fragmentado. Lo cierto es que es difícil que el gobierno pueda llevar adelante su agenda sin complicaciones y, lo que es más grave aún, cumplir con las expectativas de quienes lo eligieron. Como en cualquier relación por conveniencia, lo que esperan los votantes son resultados concretos, no simbólicos.
Esta nueva realidad regional plantea desafíos sobre cómo gobernar. La vieja receta de la luna de miel, en que los gobiernos contaban con un tiempo al inicio para llevar adelante reformas sin mayores complicaciones, ya no funciona. Además, el gobierno hipotecó su poco capital en el plebiscito de septiembre, con lo que la luna de miel, si existió, se volvió irrelevante.
Si no hay luna de miel, y con un sistema político diseñado para evitar los acuerdos y la gobernabilidad, es difícil medir la efectividad del gobierno con la misma vara con que se ha hecho en el pasado. Por un lado, la baja aprobación es una carga constante que alimenta las ambiciones de quienes quieren obtener cuotas de poder, ya sea en la oposición o en el oficialismo. Por otro, puede convertirse en un incentivo a que el gobierno no se vea limitado por su aprobación en las encuestas en el corto plazo, que sin duda fue una de las muchas obsesiones del gobierno anterior. Si la relación entre ciudadanía y gobierno se ha vuelto cada vez más utilitarista, lo que debiera hacer triunfar a un gobierno es, precisamente, su capacidad de proveer lo que esa ciudadanía requiere.
Pero eso de hacer lo que la gente necesita es más fácil decirlo que hacerlo. Sin instrumentos de medición adecuados y con partidos políticos sin capacidad de intermediación, la representación de las necesidades de la ciudadanía se vuelve más un arte que una ciencia. En eso, el gobierno ha ido aprendiendo (a veces a golpes) sobre la importancia de la experiencia. En este año, pasamos de un gobierno dominado por los sectores más jóvenes a uno en que el ritmo lo llevan personas ligadas a los gobiernos de la Concertación y la Nueva Mayoría. Esto no es casual y obedece a un diseño que ha ido construyendo el Presidente bajo el manto de las dos coaliciones en un mismo gobierno. A falta de información confiable sobre las necesidades ciudadanas, se vuelve más esencial la capacidad de sus dirigentes de comprender al electorado a partir de su propia experiencia.