¿Cómo sabemos si las autoridades están cumpliendo sus mandatos o si satisfacen simples intereses personales? En el derecho, la idea de evitar subordinar el interés general al interés privado del funcionario suele ser una manera de enfrentar el problema. El sistema legal suele sostener que cuando se tensionan esas dos posiciones estamos en presencia de un conflicto de interés; si se privilegia el propio interés es una infracción a la probidad, y si se ejecutan actos que buscan propósitos distintos a los encomendados se trata de un “abuso de poder” que vicia cualquier acto que se emita a su amparo.
Una de las razones que explican el desarrollo de la idea de Estado de derecho —una de las varias que están en juego— es la necesidad de suprimir la personalización del poder. Pensar institucionalmente exige que quienes ejercen cargos públicos comprendan que la función que desempeñan es superior a ellos, que la misma no es un título nobiliario, que sus nombres son circunstanciales y que las obligaciones que deben cumplir están sujetas a rendición de cuentas.
Por eso es delicado para una democracia cuando el ejercicio de los cargos se individualiza a un nivel que erosiona las instituciones. El asunto ya no es lo que dicen las reglas, sino lo que el caudillo de turno sostiene como correcto. Es el problema de la “degradación democrática”. En una década, según el Reporte de la Democracia del V-Dem Institute, se ha producido un deterioro que ha provocado un aumento de “autocracias”, limitando la libertad de expresión, promoviendo una polarización tóxica y multiplicando el uso de información falsa en el debate público, frente a la imposibilidad del sistema político de dar soluciones a problemas cotidianos. Los autócratas ya no necesitan golpes de Estado, solo requieren que la democracia se estropee.
De ahí que la reforma al sistema político sea tan acuciante entre nosotros; el nuevo proceso constituyente es quizá la única herramienta para evitar ese menoscabo. El acontecido proceso de designación del próximo fiscal nacional es un buen ejemplo de esos riesgos. Un proceso donde todo se ha convertido en un problema personal y en el cual algunos senadores han actuado como promotores de una disputa entre bandas rivales: allí donde los méritos de los candidatos son irrelevantes, donde se buscan desaciertos pasados más que proyecciones futuras —omitiendo deliberadamente los conflictos de interés de quienes deciden— y donde pareciera que al final lo que importa es infringir una permanente derrota al adversario, hasta imponer el nombre de su agrado. La designación de este cargo se ha transformado en una vergonzosa manera de ejercer la función pública y degradar las instituciones. Un verdadero regalo para los autócratas del futuro.