El descontento ciudadano por el actual sistema de pensiones en Chile es evidente: multitudinarias manifestaciones públicas han transformado una justa reivindicación en un elemento clave de la agenda política. Detrás de las cifras hay personas que culminan su vida laboral con la incertidumbre de una vejez cada vez más larga, que cargan con frustraciones, aspiraciones insatisfechas y promesas incumplidas, y que son más exigentes y están más empoderadas que generaciones anteriores.
Ante esta urgencia, la discusión sobre cómo debiera ser nuestro sistema previsional parece entrampada. Están en juego no solo asuntos técnicos (es decir, de factibilidad económica e institucional), sino también de concepción política. Hoy las voces que quisieran terminar con las AFP se alternan con otras que las defienden a brazo partido y, entre los extremos, han surgido diversas propuestas de reforma—además de la del gobierno—que concentran la atención de estas semanas. Es así como el país ha pasado del consenso de que el actual sistema es insuficiente a una multitud de soluciones aparentemente irreconciliables.
Dado este escenario, en Espacio.Público nos pareció de la mayor importancia y utilidad para el debate diagnosticar dónde están los nudos del problema y discernir cómo resolverlos, para concitar al menos un amplio acuerdo sobre aspectos fundamentales. Para ello reunimos expertos economistas con pensadores provenientes de otros ámbitos, de modo de mantener en el debate un permanente equilibrio entre la eventual propuesta técnica y su consiguiente factibilidad política.
En este análisis (donde participamos Eduardo En-gel, Eduardo Fajnzylber, Patricio Fernández, Andrea Repetto, Damián Vergara y yo), constatamos que el descontento ciudadano responde a múltiples factores: pensiones indignas, baja seguridad social del sistema (donde los trabajadores asumen todo el riesgo y se castiga a las mujeres, por ejemplo) y, por lo tanto, ausencia de un Estado garante de derechos. A esto se suma la escasa legitimidad percibida en el actual sistema, pues subsiste una sensación de engaño por la promesa incumplida de mejores pensiones; también problemas de origen, al ser un sistema impuesto sin debate ni consenso en dictadura, la sensación de abuso por parte de las AFP (por percibir utilidades aún en momentos de crisis, por ejemplo) y la sensación de expropiación de los fondos que legítimamente pertenecen a los trabajadores, pero de los que no pueden beneficiarse ni siquiera indirectamente durante su vida laboral.
Nuestro actual nivel de desarrollo tiene el reto insoslayable de asegurar más, de convertir nuestro sistema de pensiones en un sistema de seguridad social que esté por encima de los devaneos del mercado y que tenga al Estado como responsable fundamental. No es justo que una decisión equivocada de un cotizante lo condene a la pobreza, o que al cabo de una vida de trabajo, la mitad de la población chilena acumule ahorros que permiten pagar pensiones inferiores a la mitad del salario mínimo y muy por debajo de sus ingresos previos. Cualquiera sea la reforma que se lleve a cabo, es imprescindible que no desconozca todos los elementos que tienen en crisis el actual sistema. Se necesita una reforma técnicamente viable y solvente a largo plazo, que aumente las pensiones actuales y futuras, que incorpore elementos redistributivos (es decir, solidarios) para ofrecer seguridad social efectiva y que otorgue al Estado el rol que le corresponde en el bienestar de la ciudadanía.