La implementación del nuevo sistema acusatorio en nuestro país, a partir del año 2000, tuvo un impacto significativo en la manera en que se usaba la privación de libertad durante el desarrollo del proceso. En efecto, las cifras de sus primeros años de funcionamiento daban cuenta de que, a pesar de existir algunos problemas, se produjo lo que identificaría como una “racionalización” importante en el uso de esta medida cautelar en relación a la forma en que ella era ocupada en el sistema inquisitivo previo. Así, era posible identificar una disminución significativa del número de personas sometidas a prisión preventiva, en las tasas por cada 100 mil habitantes y, especialmente, en el porcentaje de presos sin condena respecto a los condenados, de acuerdo a las cifras de promedio diario de reclusos de que dispone Gendarmería de Chile. De esta forma, el año 2007 la tasa de promedio diario de personas en prisión preventiva representaba solo un 24% del total de los presos, allí donde en años previos del sistema inquisitivo ella había sido superior a un 50%.
Lamentablemente, este impacto se ha ido revirtiendo en el tiempo. En primer lugar, esto se explica como producto de varias reformas legales introducidas al Código Procesal Penal que han cambiado en forma importante el diseño normativo originalmente propuesto, facilitando el uso de la prisión preventiva. También ha influido una enorme presión pública al sistema para recurrir a esta medida como respuesta inmediata ante la comisión de los delitos. Es probable también que este retroceso, en parte, sea consecuencia del comportamiento de los distintos actores del sistema en torno a su uso.
Más allá de las explicaciones, lo cierto es que los números comenzaron a mostrar ciertos retrocesos. Así, al 31 de agosto pasado las cifras de Gendarmería mostraban que casi un 36% del total de personas presas lo era en calidad de presos preventivos (15.442 de 42.975). Se trata de una cifra que año tras año ha crecido y nos aleja del piso que en algún momento se logró y, en cambio, nos acerca peligrosamente a la realidad del sistema inquisitivo previo.
En este contexto, un nuevo fenómeno que se ha venido produciendo es el aumento significativo de personas que son sometidas a prisión preventiva y luego son objeto de una absolución o un equivalente funcional a esta, como por ejemplo, un sobreseimiento definitivo o una decisión de no perseverar. La Defensoría Penal Pública ha venido llamando la atención sobre este fenómeno en los últimos años.
La siguiente tabla resume la evolución en esta materia entre 2006 y 2016, dividido por años y cantidad de tiempo en la que se extendió la privación de libertad:
Año Entre 0 y 15 días Entre 16 días y 6 meses Más de 6 meses Total
2006 567 786 180 1.533
2008 269 1.033 243 1.545
2010 291 994 339 1.624
2012 437 1.271 401 2.109
2014 612 1.386 467 2.465
2016 777 1.505 572 2.854
Fuente: Defensoría Penal Pública
Según se puede apreciar, el número total de personas privadas de libertad casi se duplicó en el período (de 1.533 en 2006 a 2.854 en 2016). Con todo, cuando se analizan los casos de las personas que estuvieron más tiempo en prisión preventiva, es decir, más de seis meses, la cifra se eleva a más del triple (de 180 en 2016 a 572 en 2016). Recordemos que se trata de personas jurídicamente inocentes y que han sufrido consecuencias importantes (laborales, familiares, entre otras) por haber tenido una persecución penal en su contra que finalmente no prosperó. Esas consecuencias se han incrementado por la privación de libertad que, como señalé, en muchos casos supera períodos de tiempo significativos.
La primera pregunta que como sociedad debiéramos formularnos es: ¿qué hacemos con estas personas? Es comprensible que todos debamos soportar como una “carga potencial” la existencia de una persecución penal en contra. Con todo, si ella ha generado privación de libertad con enormes consecuencias para quienes la sufren, ¿basta con esta repuesta? ¿Le podemos decir simplemente “váyase a la casa y le agradecemos su colaboración con el sistema”?
En mi opinión, la medida más obvia y natural que un Estado razonable debiera adoptar sería considerar la posibilidad de reparar los perjuicios sufridos. Para estos efectos, nuestra Constitución contempla un mecanismo, la denominada “indemnización por error judicial” contemplada en el artículo 19 n° 7 letra i). Con todo, se trata de una herramienta muy limitada para responder al problema que he descrito. Por de pronto, hasta mediados del año 2014 dicha cláusula fue interpretada por la Corte Suprema de una manera en que impedía su aplicación a personas no condenadas que hubieran sido objeto de prisión preventiva debido a la redacción del texto constitucional (el significado que atribuyó a la palabra “procesado”). A partir de ese momento esta doctrina jurisprudencial de la corte cambió y en julio de 2015 por primera vez la Suprema concedió una solicitud de este tipo (detalles de esta evolución jurisprudencial pueden verse en mi columna del 4 de diciembre de 2015). A pesar de este avance, no se conocen nuevos casos en la materia. Esto se explica ya que nuestra Constitución exige que para que estas personas sean indemnizadas se requiere que haya existido un comportamiento judicial “injustificadamente erróneo o arbitrario”, es decir, tratarse de un error craso o de magnitud. Esta alta exigencia ha puesto un límite casi infranqueable para la obtención de indemnizaciones en estos casos. Por lo mismo, la expectativa más razonable de una persona que ha sido privada de libertad y luego absuelta es que no obtenga nada (¡ni siquiera el agradecimiento por su “colaboración” con el sistema!).
A diferencia de este estándar restrictivo de nuestra Constitución, el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (tratado ratificado y vigente en nuestro país), establece una obligación más amplia en su artículo 9.5 al regular el derecho que tiene toda persona que ha sido ilegalmente detenida o presa a obtener reparación. Dicha regla ha sido interpretada por el Comité de Derechos Humanos (Observación General n° 35 de 2014, párrafo 50) como un derecho exigible y no una cuestión discrecional para los Estados, debiendo no solo existir como una posibilidad teórica, sino que debe implementarse a través de mecanismos que permitan exigir su cumplimiento efectivo y en plazos razonables.
Pareciera existir una clara brecha entre nuestros compromisos internacionales y nuestra regulación y práctica nacional. En parte, ella se explica por el temor manifestado por el constituyente al momento de regular el artículo 19 n° 7 letra i) sobre que una regla muy generosa podría tener un impacto significativo en el erario nacional. Esto no parece ser una razón suficiente en la actualidad a la luz de las obligaciones internacionales que hemos adquirido.
Por otra parte, la experiencia comparada muestra que es posible tener un régimen indemnizatorio en estos casos que pueda compatibilizar razones de justicia con el cuidado de las finanzas públicas. Así, por ejemplo, en la legislación procesal penal de Holanda se contempla el derecho de cualquier sospechoso que haya sido detenido y cuyo proceso no haya concluido con sanciones en su contra a solicitar una compensación por los daños ocasionados (artículo 89 del Code of Criminal Procedure). Incluso, si la persona ha sido condenada, tiene derecho a solicitar compensación si la detención policial o la prisión preventiva fue ilegal para el caso del delito específico por el cual fue detenido o sometido a la medida cautelar (artículo 519 a). Las estadísticas oficiales de Holanda muestran que en el año 2016 se presentaron 7.235 solicitudes de compensación en estas materias, siendo concedidas 6.222, es decir, un 86% de ellas. El monto total de las compensaciones otorgadas llegó a 7,9 millones de euros y el promedio concedido por solicitud fue de 1.266 euros. Las cifras tienen algunas variaciones desde 2006 en adelante, pero los casos en que se acogen solicitudes son alrededor del 90%, los montos máximos de compensación promedio en el período no han pasado de los 3.000 euros y el gasto total no ha superado los 11,1 millones anuales. En consecuencia, estamos frente a un ejemplo que da cuenta de un reconocimiento mucho más generoso de la necesidad de compensar a personas que han sufrido privaciones de libertad sin condena y que no se traduce, al parecer, en un gasto exorbitante o que no pueda ser manejado en un país como el nuestro, especialmente considerando que los números nacionales son mucho más bajos que el de las solicitudes acogidas en Holanda.
Me parece que ha llegado el momento de reflexionar con más profundidad en temas como este y buscar arreglos institucionales que pongan fin a la enorme brecha existente entre nuestros compromisos internacionales y nuestra práctica cotidiana.