¡Que se vayan todos! Esa fue la frase con la cual se escenificó la indignación del pueblo argentino hace ya casi dos décadas. Quizás la misma expresión podría servir para reflejar el sentimiento de rabia y frustración que muchos chilenos, creyentes y agnósticos, tienen hoy hacia la jerarquía de la Iglesia Católica. Y quizás de esa manera podrían entonces muchos sentirse satisfechos con la renuncia generalizada de los obispos o, si prefieren el tecnicismo, con el hecho de que hayan puesto sus cargos a disposición del Papa Francisco.
Pero no es el caso. Hay varias razones para no quedar conformes.
La primera, es que este tipo de acciones colectivas, como en general todas las generalizaciones, tienden a ocultar y a indiferenciar las responsabilidades, no pudiendo distinguir con claridad a quiénes debemos, y por qué, reprochar determinados actos. Incluso peor, es también a veces una manera de encubrir a ciertas personas o conductas por la vía de trasladar a la institución una carga que debería enfrentarse de manera personal e individual; tanto por quienes actuaron, como también por los que sabiendo callaron.
Segundo, porque la carta con que anuncian esta decisión colectiva dista mucho de lo que algunos esperábamos, especialmente si la comparamos con la misiva que a ellos les dedicó el Papa Francisco.
En efecto, mientras los obispos insisten en ese lenguaje insulso, plagado de eufemismos y ambigüedades, el papa se refiere a una elite mesiánica que ha pretendido ser la única y auténtica voz de Dios en la tierra.
Y como si fuera poco, y a diferencia de “errores y omisiones” que reconocen nuestros obispos, el Papa denuncia que en este proceso se destruyeron pruebas.
Tercero, porque esto no acaba aquí. La desaparición y ocultamiento de documentos y testimonios que acreditaban la ocurrencia de estos abusos, no solo es una conducta mafiosa y deleznable, sino que además configura el delito de encubrimiento; lo cual –tratándose de una acción colectiva y organizada- constituye adicionalmente una asociación ilícita para delinquir al interior de la jerarquía de la Iglesia Católica.
Entonces, poco y nada contribuyen las renuncias colectivas al esclarecimiento de los hechos, la reparación de las víctimas y el castigo para los culpables.
Por último, porque por el propio bien de la Iglesia Católica, y especialmente por todos esos hombres y mujeres de buena voluntad que la componen y sostienen, es de suma importancia que este momento de dolor y de esperanza se funde sobre la verdad. Esa misma verdad que por 21 siglos ha iluminado la fe de los creyentes y que, según palabras del propio Jesucristo, solo ella nos hará libres.