SEÑOR DIRECTOR
A finales del siglo XIX y principios del siglo XX nuestro país vivía tiempos de convulsión y la demanda por reformar el Estado era acuciante, un asunto que era evidente con el proyecto de reorganización de ministerios de 1887 y la comisión parlamentaria que operó en 1893. Los efectos de un Estado gestionado como botín, el patronazgo en la administración pública, la necesidad de establecer criterios mínimos para su ingreso y moralizar la función pública —bajo la idea weberiana de separar la política de la administración— llevó a los autores de la Constitución de 1925 a establecerlos elementos centrales sobre los cuales debía ser desarrollado un Estado moderno. Uno de ellos fue crear el concepto de Estatuto Administrativo para profesionalizar la función pública.
Desde entonces el régimen de empleo público se ha administrado de un modo separado al que regula la relación que nace del Código del Trabajo. La razón, las reglas de empleo público no solo garantizan los derechos de los trabajadores del sector público, son también un conjunto de reglas que establecen prohibiciones y obligaciones porque estos ejercen funciones sujetas a rendición de cuentas frente a los ciudadanos, por eso su sistema es legal y no contractual.
Desde el retorno a la democracia progresivamente las leyes de presupuestos fueron desnaturalizando estas reglas, llevando a que la mayoría de los funcionarios hoy se encuentre en una situación precaria porque están adscritos a empleos transitorios, lo que no solo afecta sus derechos laborales, sino que facilita que los cargos del sector público sean utilizados como medios de compensación política, con todos los vicios que acarrea.
El abuso de esa precariedad ha ido siendo detenida por la Contraloría y la Corte Suprema, quienes han impuesto restricciones a la discrecionalidad de las autoridades. Pero la judicialización siempre es un síntoma de los vacíos que no resuelve la política pública.
Hoy estamos en una situación parecida a la que nos encontrábamos a principios del siglo XX, por eso la iniciativa del Ejecutivo de reformar el empleo público apunta en el sentido correcto. Pero ésta puede terminar siendo una ilusión si no resolvemos la pregunta de a qué tipo de administración pública responde el nuevo régimen que deseamos proponer. Esa reflexión, por ahora, está ausente y resulta esencial.