Hace algunas semanas, el Wall Street Journal publicó un reportaje
sobre el mercado de las criptomonedas, en el que mostraba cómo
son utilizadas para financiar actividades ilícitas y lavar dinero. En
síntesis, señala que existirían ciertas criptomonedas establecidas
que llevan registros detallados de las operaciones, pero también
otras donde prima el anonimato de quienes compran y venden.
Como las plataformas de comercialización permiten realizar
transacciones entre ambas con bastante libertad, quienes buscan
lavar dinero pueden ocultar su identidad en el segundo tipo de
criptomonedas y luego utilizar otras más establecidas para entrar al
mercado financiero formal. Las empresas comercializadoras
reaccionaron acusando sensacionalismo. El periódico representaría
a la industria financiera tradicional, la que se ha visto desafiada por
las criptomonedas y quiere instrumentalizar la regulación para
boicotear a su competencia.
Algo similar ocurre en nuestro país. Las principales
comercializadoras locales de criptomonedas demandaron a un grupo
de bancos ante el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia, por
la decisión de los bancos de cerrar unilateralmente las cuentas
corrientes de las operadoras. Al igual que con el reportaje referido,
las operadoras acusan un intento de boicot para limitar la
competencia, y los bancos justifican su decisión en que algunas
operaciones con criptomonedas esconderían actividades irregulares.
Ninguna de estos problemas son nuevos. En la década de los
setenta, el economista George Stigler popularizó la idea de la
“captura del regulador”, esto es, una situación en que la industria
incumbente utiliza las reglas legales para excluir a potenciales
competidores. Su clásico ejemplo refiere a una regulación sobre las
dimensiones de los camiones de carga, que habría sido impulsada
por la industria ferroviaria A pretexto de proteger la seguridad vial se
buscaba mantener los camiones artificialmente pequeños y así
proteger la posición dominante de los trenes. Ahora bien, incluso los
miembros más acérrimos de la escuela de Chicago reconocen que
algunas fallas de mercado ameritan ser reguladas.
En nuestro caso, es cierto que la industria financiera tradicional
enfrenta un conflicto de intereses al exigir que se regule a las
criptomonedas. Pero también es cierto que la evidencia sobre
operaciones irregulares es real. Las comercializadoras
norteamericanas reconocen que un porcentaje de sus transacciones,
aunque sea pequeño, corresponde a actividades ilícitas. Esta
evidencia requiere ser tomada en serio. Es claro que exigir mayores
controles sobre las transacciones supone un costo para las
comercializadoras de criptomonedas. La pregunta es cómo se
compara este costo con los potenciales beneficios sociales de limitar
el lavado de dinero.