Clasificar es un ejercicio de simplificación, arbitrario pero útil para ordenar ideas. Una manera de entender a la posición de políticos e intelectuales de centroizquierda luego de seis semanas de conflicto social es tratar de averiguar sus aproximaciones.
Para la generación que vivió el golpe de Estado -jóvenes políticos que utilizaron un lenguaje integrista propio de las «bellas almas» que hoy critican- la violencia desatada en las calles amenaza a la democracia. Más de alguno ha escrito que existe una amenaza de golpe, proyectando de ese modo las responsabilidades que aún cargan por la crisis de los 70. La segunda es la que vivió su juventud o adolescencia en dictadura. Estos días les han recordado sus gestas heroicas de los 80, mostrando cierta ambigüedad con lo que sucede hoy, en algún sentido porque aún no entienden su propia existencia. La tercera, la nacida en democracia, no sabe qué es perder la democracia, sufrir una dictadura, ni tampoco lo que es enfrentarse a militares y a policías sin la posibilidad de escrutinio judicial. Es una generación para la que la historia comienza y termina con ellos.
Los primeros son los responsables de nuestra mayor crisis institucional, pero también de generar las condiciones para salir de una dictadura brutal, sin violencia y sentando las bases para la construcción de un país con prosperidad material. Los segundos nunca han logrado encontrar su protagonismo, pero se acostumbraron a disfrutar los acuerdos de la transición. Los terceros creen que ese pasado ya terminó, que el nuevo Chile no puede ser construido con los mismos materiales -parafraseando a Nietzsche-, una actitud, que por cierto, no solo es ingenua, sino que irresponsable con ellos mismos.
Como bien ha explicado Pankaj Mishra, vivimos en la edad de la ira, alimentada por la desigualdad, la sensación de horizontes cerrados, la ausencia de instituciones mediadoras y la desesperanza política general, y en donde la promesa de progreso se ha incumplido pese al esfuerzo personal. Así, si el orden actual no es consecuencia del mérito sino de la fuerza y el fraude, entonces merece ser destruido.
Pero muchos olvidan que violencia y saqueos son fruto de un «individualismo letal», propio de un liberalismo extremo que glorifica la destrucción como su máxima realización. Esa es la ironía para quienes pretenden construir desde el fuego: son los hijos del egoísmo.
Lo que han revelado estos días es que cada una de esas generaciones esta atrincherada en esos dogmas, olvidando que la única manera de salir de los temores que afloraron en esta crisis es radicalizando la democracia, es decir, discutiendo como iguales hasta cerrar un verdadero pacto. Uno que nos duela y donde todos nos sintamos representados.