A la derecha en general no le gusta el derecho internacional de los
derechos humanos. Este conjunto de reglas, que corresponde a criterios
mínimamente aceptables en sociedades civilizadas, ha solido incomodar a
espíritus soberanistas y a integristas valóricos. En eso las derechas
populistas del mundo se parecen bastante en la actualidad.
Aunque la centroderecha chilena rechaza una calificación de ese tipo —la
distancia que han adoptado sus líderes en relación con la visita que
ciertos parlamentarios de la UDI realizaron a Jair Bolsonaro en Brasil es
signo de esto—, lo evidente es que algunos de sus actos no son
consistentes con esa posición.
La decisión de la administración del Presidente Piñera de no suscribir el
acuerdo de Escazú en materia de acceso y justicia ambiental es una señal
en ese sentido. Resulta una decisión incomprensible no sólo porque fue
Chile, en la primera administración del actual gobernante, el que promovió
las negociaciones de ese tratado. Además, porque todas las objeciones
que se han planteado no son tales, dado que buena parte de las
exigencias que impone el acuerdo se encuentran vigentes en nuestra
legislación.
¿Por qué negarse entonces a suscribir este tratado? La razón quizá está
en la incomodidad que provoca rendir cuenta a la comunidad internacional
sobre el cumplimiento de nuestras obligaciones en materia de derechos
humanos. Ese modo de aproximarse al problema es consistente con la
forma en que la derecha ha actuado en el pasado. Así, por ejemplo, se
opuso intensamente a la aprobación del Convenio 169 sobre Pueblos
Indígenas —su tramitación en el Congreso duró 17 años— y fue
impugnado ante el Tribunal Constitucional (TC) bajo la tesis de que
afectaba la idea misma de “pueblo”. Un argumento similar se utilizó en la
objeción a la aprobación de la Corte Penal Internacional, tratado del que
Chile también fue uno de sus gestores en 1998. El caso fue llevado al TC
y declarado inconstitucional porque constituía una cesión de soberanía.
Fue necesario modificar la Constitución para aprobarlo recién una década
después.
En tiempos de confusión y populismo, el compromiso con el sistema
internacional de derechos humanos es más importante que nunca.
Lamentablemente, ésta ya no es una exigencia que le podamos hacer
exclusivamente a la derecha “soberanista” o valóricamente intolerante.
Hoy un sector de la izquierda se rehúsa a condenar a los gobiernos de
Maduro en Venezuela y Ortega en Nicaragua por infringir esos pactos
civilizatorios elementales con sus ciudadanos, una ironía cuando fue la
reivindicación de ese sistema de derechos el que invocó esa izquierda
como parte de su legitimidad moral, hoy en duda al omitir una condena
indispensable para el futuro de la democracia en América Latina.