Cuatro mil personas que falsearon sus datos al ingresar al país para no ser detectados en el cumplimiento de la cuarentena; jóvenes realizando fiestas en pleno confinamiento, otro que toma un avión enfermo; familias que deciden viajar a sus segundas viviendas y una persona que, teniendo diagnóstico positivo, decide ir al supermercado. Todas manifestaciones de la cara más brutal de esta crisis: el obtener ventaja personal con indiferencia de los demás.
Todas esas acciones dan cuenta de la indolencia por las responsabilidades colectivas, que reflejan la falta de conciencia de lo que significa una vida compartida. El egoísmo, una forma moral de comprender el mundo en la cual solo importa satisfacer los propios intereses en desmedro del resto, se puede estar transformando en el principal problema para la gestión pública de la pandemia.
Pareciera conveniente recordar que sin el compromiso activo de los ciudadanos es difícil lograr un resultado satisfactorio. Como bien se ha explicado, desde la Segunda Guerra el mundo no se había enfrentado a un crisis de esta magnitud, en donde —con indiferencia del lugar que habitemos— los gobiernos han pasado del escepticismo a la acción; las personas, absortas en las vidas con las cuales deben lidiar, no dimensionaron que esto también comprometía sus acciones, y la desconfianza, alimentada por la acción errática inicial de los Estados, puede terminar por destruir la legitimidad de la democracia constitucional, especialmente frente a quienes se sienten abandonados a su suerte tras años de esfuerzos.
Por eso en momentos como estos, en que acciones egoístas demuestran total desprecio por la comunidad, desatando vicios extraordinarios como los que hemos visto estos días, resulta necesario recordar, como advierte Michael Ignatieff, que cuando la crisis desaparezca serán las virtudes cotidianas (tolerancia, perdón, confianza y resiliencia) las que se encarguen de la reconstrucción, y de reformar las redes de seguridad, cordialidad y resistencia en ausencia de las cuales la vida diaria no podría continuar.
Es cierto que esta crisis nos está afectando a todos, no solo en nuestro bienestar material, sino que también en el político, afectivo y psicológico. Después que terminen estos tiempos grises no seremos los mismos de ayer, pero seguiremos viviendo juntos. Por tal motivo, es decisión nuestra definir hoy cómo construiremos el futuro, pensando especialmente en aquellos a los cuales les bastaron unas pocas semanas para desnudar su total precariedad. Una desgracia que también es la nuestra, porque sin solidaridad no hay vida común posible. De lo contrario, valga la advertencia que deja la fábula de George Herbert (1651): por un clavo se puede perder un reino.