La Corte Suprema emitió, la semana pasada, dos decisiones que tienen un efecto capital en el funcionamiento del Estado en plena instalación de la nueva administración. En la primera, afirmó -haciendo suya una doctrina aplicada por la Contraloría desde 2016- que si una persona se encuentra en un empleo a contrata, legalmente transitorio, y ha tenido renovaciones sucesivas, tiene la confianza legítima en que se mantendrá indefinidamente, a menos que existan razones calificadas que justifiquen su desvinculación. La segunda es la consagración de un criterio que la Corte venía advirtiendo desde 2015, pero esta vez lo hizo de manera categórica: si alguien es contratado a honorarios para prestar servicios habituales en un organismo estatal, lo que existe es un contrato de trabajo encubierto.
Como ha señalado la propuesta de reforma del Estado del Centro de Estudios Públicos, presentada hace algunas semanas, la reforma al sistema de empleo público es una de las cuestiones centrales a resolver. Desde 1990 a la fecha se ha venido alterando el régimen de los funcionarios públicos sobre la base de glosas de la Ley de Presupuestos. Sólo considerando la administración pública en el gobierno central, cerca del 70% de los funcionarios son empleos a contrata y a honorarios. Sucesivas administraciones y el Congreso Nacional han terminado generado plantas paralelas, dejando a las personas que trabajan para el Estado sin un estatuto razonable expuestas a una situación precaria sin seguridad las personas que trabajan para el Estado sin un estatuto razonable, expuestas a una situación precaria -sin seguridad social, seguro de desempleo o indemnizaciones-, lo que los tribunales y la Contraloría han debido ir corregiendo progresivamente.
Pero las decisiones de la semana pasada podrían tener un impacto todavía mayor. Técnicamente, en base a dichos criterios los contratados a honorarios, considerando sólo el gobierno central -un poco más de 27 mil personas con jornada completa, según cifras oficiales-, podrían recurrir ante un juez del trabajo, sin que medie desvinculación alguna, para que declare que los acuerdos que mantienen son contratos de trabajo encubiertos, pudiendo el Estado ser condenado a pagar las obligaciones de seguridad social que, en algunos casos, han sido afectadas durante años.
Una decisión de ese tipo tendría un impacto fiscal mayor que la de los funcionarios de la DGAC, sin que exista esta vez, además, una contienda de competencia ante el Senado que detenga la acción de los tribunales. Esto se agrava aún más si se tiene presente que en dichas cifras no está cuantificada la situación de los honorarios a nivel municipal.
Seguir postergando la reforma del Estado en un ámbito tan sensible como la función pública es una irresponsabilidad de la clase política, si ésta cree genuinamente en la urgencia de un Estado moderno y decente.