Durante estos intensos últimos meses, como sociedad hemos enfrentado situaciones extremas que nos han obligado a hacer y pensar en cosas que nunca habíamos imaginado. Todas las esferas de nuestra vida se han visto afectadas, incluida su dimensión más cívica. En efecto, durante este tiempo se han generado debates de interés público largamente postergados, los cuales, al parecer, solo la intensidad de la crisis que vivimos podía lograr despertar. En ese sentido, y en medio de la gravedad de la situación que padecemos, quisiera destacar dos hechos que me parecen profundamente relevantes para los tiempos que vienen.
En primer lugar, la incesante y esforzada actividad que han desplegado no solo las instituciones estatales pertinentes, sino también múltiples organizaciones de base y entidades de la sociedad civil para lidiar con los efectos de la pandemia, evidencia que el destino del país es una responsabilidad compartida, y que nadie tiene, por sí solo, todas las respuestas. En consecuencia, promover hoy una conversación en la cual cada actor contribuya con su posición, junto con ser lo propio de un país democrático como el nuestro, es también una oportunidad única para que entre aire fresco al debate nacional. Necesitamos más y nuevos actores; necesitamos colaborar, proponer, disentir y volver a dialogar. Solo así podremos ir conectando mundos que llevan demasiado tiempo separados. Ad portas del proceso constituyente, apremia contar con más ciudadanos y ciudadanas dispuestos a entrar en esta conversación.
Pero, en segundo lugar, para intentar construir un destino común hay que compartir ciertas condiciones mínimas de existencia y en Chile algunas de ellas son abrumadoramente heterogéneas. Es más, como se ha hecho evidente para todo quien tenga acceso a cosas como un televisor, no solo hay una parte importante de nuestra población que vive al filo de regresar a la pobreza de hace tan solo una o dos generaciones, sino también que hay muchos que todavía sobreviven en muy precarias condiciones. Así, si a partir de octubre comenzamos a hablar en serio, constatando los abusos y las desigualdades, sobre la urgencia de algunas reformas estructurales, hoy hablamos de que, más aun, solo algunos pocos pueden sobrellevar por sí solos los costos de medidas como la cuarentena. En otras palabras, si hace tan solo algunos meses la muerte de alguien esperando atención en el sistema público era causa de moderada alarma, hoy nos parece, por fin, inconcebible que el acceso a la salud esté determinado por la capacidad de pago del afectado.
Tanto los pasos que hemos dado para aumentar nuestra deliberación pública, como la conciencia cada vez más transversal de que existen grietas sociales que urge reparar, son cosas que tendremos que recordar cuando la pandemia haya terminado. Es ahí cuando la “nueva normalidad” se volverá un concepto con total sentido.