Se ha caricaturizado el debate sobre los efectos de la anunciada expansión de la red de Metro en Santiago, pero lo cierto es que nadie puede sentir otra cosa que alegría y esperanza con la noticia de la llegada del tren subterráneo a algunas de las zonas desposeídas de la ciudad.
El ferrocarril es el más sofisticado y costoso de los modos de transporte público, y como tal tiene ventajas insuperables: por su calidad material, confiabilidad y rapidez, es un agente democratizador que pone en relativa igualdad de condiciones a todos sus usuarios y a los diversos territorios, percibidos ya no tanto en función de su localización física como de su real accesibilidad.
Asegurar transporte público en zonas postergadas mejora la vida de sus residentes y trae oportunidades para quienes buscan una vivienda bien conectada. Pero también abre el apetito de una industria inmobiliaria que hasta ahora ha demostrado ser voraz e inescrupulosa si no hay nada que la contenga.
Por lo tanto, la discusión sobre la expansión del metro en la ciudad no tiene que ver con sus evidentes beneficios, sino con otras consecuencias, simultáneas y potencialmente tan negativas como para traicionar el noble propósito de dotar a la ciudad con la mejor infraestructura pública posible.
Hay al menos dos efectos indeseables, vinculados entre sí: estas fastuosas obras públicas, financiadas por el total de los contribuyentes, automáticamente regalan un aumento de valor a solo algunas propiedades privadas; valor a veces inflado por un literal frenesí especulador. Al mismo tiempo, este repentino encarecimiento echa a rodar un proceso de expulsión (y nueva segregación) de aquellos residentes históricos que hasta ahora vivían con poco (jubilados, arrendatarios y allegados, por ejemplo) o incluso para nuevos habitantes con pocos recursos.
Una planificación urbana, social y pública no puede ignorar estas secuelas. Como no es aceptable que el Estado regale riqueza de manera arbitraria a algunos ciudadanos, mientras perjudica a otros, se deben aplicar mecanismos que prevengan dichos efectos indeseables. Así se hace en los países desarrollados del mundo.
La llamada «captura de plusvalías», concepto que existe y se aplica desde hace siglos en otras latitudes, no es más que un impuesto específico a quienes de otro modo lucrarían injustamente con una inversión pública; impuesto que modera también la especulación desbocada, que sirve para amortizar el estratosférico gasto y que debe servir también para contrarrestar el posible perjuicio que podría sufrir la población más desprotegida.
Para ella, tal como hicimos en el pasado de una manera ejemplar, el Estado debería proveer vivienda de calidad, bien localizada y a un precio costeable, cosa que hoy, con nuestro actual sistema, simplemente no existe.