La crisis de provisión de agua potable de Osorno ha abierto un sinnúmero de interrogantes, entre ellas, si nuestra actual regulación es suficiente para prever este tipo de casos y si las respuestas institucionales son adecuadas. No han faltado, como en otros casos que conmocionan a la opinión pública, las voces que llaman a legislar para que esto no se repita.
Nos estamos acostumbrando a llamar a las leyes por los casos que las originan: Ley Emilia, Ley Zamudio, Ley Cholito, entre otras. Si bien es loable que se quiera honrar a víctimas de crímenes que nos indignan, es peligroso caer en pensar que para cada hecho que nos conmueve, debemos dar una respuesta legislativa. La capacidad de reacción de nuestro Congreso —para tener leyes prolijas y que consideren las distintas opiniones, visiones y efectos que éstas pueden generar— toma su tiempo, por lo que uno se pregunta qué sucede en el intertanto: ¿estamos en el limbo jurídico?
Por otra parte, por mucho que logremos hacer más eficiente el proceso legislativo, nunca seremos capaces de procesar todas las inquietudes ciudadanas, considerando además el rol preponderante del Ejecutivo en el impulso legal a través de las urgencias y materias que son de su iniciativa exclusiva. Con los años han ido en aumento los proyectos de ley que ingresan a tramitación. Según la última cuenta pública del Congreso, realizada esta semana, entre el 1° de julio del año pasado y el 30 de junio de este año, ingresaron 880 proyectos (90% de iniciativa de parlamentarios y 10% del Ejecutivo) y 93 iniciativas legales fueron publicadas.
Durante 2017 ingresaron un poco menos de 500 proyectos y se publicaron 75 leyes. Entonces, ¿toda modificación o política pública relevante debe ser establecida por una ley de la república, con todos los costos de tiempo y recursos que implica? Es cierto que nuestro sistema institucional está diseñado de modo que gran parte de las decisiones más relevantes requieren de una ley, para así darle un debate y control democrático a través del Congreso, que además pasa a ser un equilibro para contrarrestar el poder del Presidente respecto de decisiones relevantes. Sin embargo, veo un profundo defecto en este frenesí legislativo.
En primer lugar, muchos consideran la ley como el techo que regula sus conductas y no el piso. De este modo, se deja de ver cuál es el espíritu de la regulación, haciendo uso de sus brechas o de su tenor literal para ‘bypassearla’, como ocurrió por ejemplo con el mal uso de los nombramientos ‘provisionales y transitorios’ del sistema de alta dirección pública, que finalmente llevó a una reforma. O cuando vemos la demora en el pago de licencias y los reclamos de las personas en el Compin, ¿es realmente necesaria una ley para que funcione de manera más eficiente o se pueden implementar cambios de gestión y modernización? Lo anterior constituye además un incentivo ‘perverso’ para nuestras autoridades de turno, que quieren estampar con su firma los cambios por los que clama la ciudadanía, en busca de subir en las encuestas o de la ansiada (re)elección.
Para superar este síndrome, creo que debemos avanzar en algunas medidas: por un lado focalizarnos en mejorar la gestión de nuestros servicios e instituciones, optimizando los recursos y haciendo análisis internos de dónde se pueden hacer ajustes, más allá de cambios legales. Segundo, teniendo una mejor labor de evaluación constante de las regulaciones existentes de modo anticipado y no sólo reactivo a situaciones de crisis, como suele ocurrir. En este sentido, nos urge un servicio de evaluación de las políticas públicas.