La democracia, una especie de religión laica, tiene hoy una limitada lealtad, entre otras cosas porque las instituciones que le dan sentido, como el Congreso, no son conscientes de los problemas que lo aquejan y han decidido imputar su desprestigio a la incomprensión de la ciudadanía, a las “manipuladas” encuestas o a periodistas con ánimos de figurar. Pero a juzgar por los hechos ocurridos la semana pasada, el problema está en el interior de sus muros.
Por un lado, el presidente de la Cámara de Diputados, quien se encontraba en cometido oficial en el extranjero, decidió realizar un viaje privado al Vaticano y ostentar públicamente de éste. Según el diputado existió un error de comunicación. Por algo similar, cualquier funcionario no sólo estaría obligado a devolver parte de los fondos que percibió, también se le instruiría un sumario por infracción a la probidad, tan sólo por incumplir una “simple formalidad administrativa”. Por otro lado, el diputado Lorenzini, tras el acuerdo para la votación de la idea de legislar la reforma tributaria, señaló que esto era política y que le “daba lo mismo la ciudadanía”, olvidando que la función pública que desempeña se basa también, legalmente, en la representación de sus electores. Y la comisión de Régimen Interior del Senado, como si no fuese suficiente la impropiedad de la reunión del senador Letelier con el fiscal nacional, decidió proponer como nuevo secretario general del Senado —un cargo que históricamente ha sido ejercido por funcionarios de carrera, por el conocimiento que exige— al actual fiscal regional, Raúl Guzmán. El problema, evidentemente, no es Guzmán, sino los senadores. Con ello han dado una señal pública que va más allá del cargo que concursó: necesitan un vocero defensor de cuanta imputación “injusta” se les formula.
Si las paredes del Congreso hablaran, es probable que nuestra democracia estaría en serios aprietos, por no decir que sencillamente en ruinas. Los parlamentarios deberían entender que sus conductas y gestos están sujetos a escrutinio permanente, pero, además, deben comprender que su función la desempeñan en una sociedad cada vez más escéptica de quienes ejercen el poder. Mientras sigan culpando a terceros y no se detengan en las formas que le dan sentido a la democracia, no harán más que alimentar el populismo que tanto amenaza nuestros tiempos y que pone en riesgo los escaños que hoy detentan.
Cuando los valores democráticos están en peligro, las torpezas “administrativas” del Congreso sólo alimentan la desafección a las reglas de convivencia común, porque transforman a los parlamentarios, inevitablemente, en otro grupo que busca garantizar su sobrevivencia. Un lugar gobernado por la ceguera que, como decía Saramago, esta plagado de “ciegos que, viendo, no ven”.