La (mala) polémica iniciada sobre la propuesta de reducir el financiamiento a quienes quieren estudiar humanidades refleja una serie de prejuicios que inunda a nuestras élites. Estos son una mezcla de clasismo con una muy mala comprensión de qué tipo de conocimiento es útil, y para qué.
El desprecio de ciertas disciplinas hacia las humanidades no es nuevo. Hay quienes lo hacen desde una perspectiva cientificista, suponiendo que no existen modelos de generación de conocimiento distintos a los que nos ofrece el método científico, mientras que otros miran a las humanidades como un lujo que no vale la pena financiar. Hay quienes también consideran que entre estas disciplinas se esconde un adoctrinamiento político. En el caso chileno, todas estas afirmaciones están mezcladas con la existencia de una élite con poco bagaje cultural.
Este tema es una discusión constante en otros países, donde el debate se realiza con algo más de evidencia. El 2020, la Academia Británica publicó un reporte donde mostraba el aporte que desarrollaban las escuelas de humanidades en la formación de capacidad crítica y de conocimiento multidisciplinario. Sus hallazgos mostraban que quienes estudiaban estas disciplinas tenían mucha más flexibilidad laboral que quienes estudiaban ciencias, además de poder obtener mejores salarios. El 2023, la misma institución mostraba el tremendo efecto positivo que generaba la investigación en humanidades en las políticas públicas.
En ese mismo sentido, investigaciones recientes en sociología y ciencia política, como las de Elizabeth Simon, han mostrado que las universidades no tienen un efecto visible en las preferencias políticas de los estudiantes. Si bien es cierto que quienes tienen grados universitarios tienden a tener posturas más liberales (sobre todo en disciplinas como las humanidades), esto tiene relación con que quienes toman estas carreras ya tienen esas preferencias antes de entrar a la universidad. Otro tipo de experiencias vitales, como la discriminación o la formación familiar, tienen mucha más influencia en formar sus posturas ideológicas. Cualquiera que haya pasado últimamente por el desafío de hacer clases en una universidad sabe que los estudiantes no llegan a ellas esperando a que uno los convenza de una postura u otra, mucho menos la de los profesores.
Por último, este debate esconde una mirada clasista sobre el rol de las humanidades. Al proponer quitarles el financiamiento, solo podrán especializarse en ellas quienes puedan pagarlo. Al igual como proponía el economista Thorstein Veblen a principios del siglo XX, pareciera que algunos se sienten atraídos con que haya una clase ociosa, que, gracias a sus privilegios, pueda dedicarse a aquellas actividades más elevadas y menos productivas. Esta es la clase que puede dedicarse a la caza, la filosofía y la política.
Mientras que la otra clase, menos privilegiada, debe dedicarse a las llamadas actividades «productivas», grupo al que seguro algunos incluirían a las ingenierías aplicadas. Esa fijación con el conocimiento aplicado dice más sobre los sesgos de quienes lo proponen que de la verdadera utilidad que tienen las humanidades en la sociedad.