Es bueno recordar por estos días, tanto a oficialistas como a opositores, que una de las herencias de las revoluciones liberales del siglo XVIII fue reconocer como un derecho esencial de toda persona la igualdad de acceso a las funciones públicas. Esto buscaba, por un lado, evitar que una pequeña parte de la sociedad se apropiara de las decisiones que nos incumben a todos y, por el otro, garantizar la igualdad política como mecanismo para limitar los privilegios de la herencia.
Desde entonces, los sistemas constitucionales —el nuestro desde la Independencia— han consagrado como un derecho fundamental el acceso a los cargos públicos y, tras éste, un conjunto de exigencias para quienes ejercen la “dignidad” de la función pública.
En nuestro país hemos tratado de regular el empleo público seriamente desde 1925. La razón es que no sólo está en juego la existencia de una estructura que les otorgue eficacia técnica a las decisiones públicas, sino que también la manera en que comprendemos la igualdad en los asuntos públicos: tratando de impedir que el Estado se transforme en un botín para distribuir entre los ganadores de una elección y de evitar también los patronazgos de parlamentarios o partidos políticos como fórmula para acceder a los empleos públicos. Un Estado profesional, estable, meritocrático en el ingreso y promoción, y leal con el interés público que debe satisfacer, más que con responder a facciones políticas específicas, es una cuestión elemental para la sanidad de la democracia.
Desde 1990 nuestra administración pública más que ha duplicado el número de sus funcionarios, pero al mismo tiempo ha ido precarizando las posiciones en las cuales se desempeñan. Hoy, quienes ocupan empleos precarios representan más del 70% del total. Esta situación no sólo afecta a los funcionarios. También perjudica directamente la operación del Estado, en la medida que ha generado condiciones para socavar el derecho constitucional a la igualdad de acceso a los cargos públicos, dejando a la discreción de las coaliciones de turno el destino de una cantidad importante de personas que ejercen esas funciones públicas (hoy son cerca de 200 mil sólo en el gobierno central).
La necesidad de modernizar con urgencia nuestro sistema de empleo público es una recomendación que desde hace años han realizado expertos de todos los sectores apasionados por un mejor Estado. La semana pasada conocimos las propuestas al respecto de cuatro de nuestros principales centros de estudios. Esta reforma no sólo es indispensable para garantizar eficientes servicios públicos a los ciudadanos, es esencial también para no olvidar las razones que fundaron el derecho a la igualdad de acceso a las funciones públicas hace más de 200 años: evitar el nepotismo, el amiguismo, la promiscuidad y la corrupción.