En julio de 2020, un ciudadano indignado denunció en redes sociales que la jefa de recursos humanos de una municipalidad había recibido remuneración por horas extraordinarias cuando estaba de vacaciones, lo que era un acto de corrupción que justificaba su remoción. La noticia se divulgó, los comentarios a las publicaciones se multiplicaron, incluso la funcionaria fue descalificada en el colegio donde estudiaban sus hijos porque la denuncia se comentaba en el WhatsApp de los apoderados, algo que puede ser la peor de las pesadillas para una familia.
El asunto llegó a tribunales, se demostró que las horas extraordinarias correspondían a meses anteriores y que sólo se habían pagado durante sus vacaciones. El indignado ciudadano defendió su actuar como parte de una cruzada de fiscalización por el buen uso de los recursos públicos. La Corte Suprema, al resolver el asunto la semana pasada, señaló que la imputación de hechos vagos e imprecisos lesionaba la honra de la funcionaria y afirmó que si era de interés del proactivo ciudadano realizar una genuina fiscalización, esta requería de cierta profundización. El resultado, tras esa mínima diligencia, quizá hubiese sido el desistimiento de la denuncia.
La historia de este justiciero se da con demasiada habitualidad. En tiempos en que la desconfianza abunda, la necesidad de protagonismo individual rebosa de entusiasmo, la presunción de abuso contra todo aquel que detenta poder se expande, la ineficacia de las instituciones se transforma en un relato de maltrato cotidiano y la desesperanza se apodera del futuro; la idea de revancha que subyace a la denuncia indignada es atractiva. Detrás de ella hay una expresión de aparente superioridad moral contra los responsables del agravio, un alivio en medio de la desgracia.
El punto, sin embargo, es que la indignación del buen ciudadano puede terminar por lesionar los valores que trata de reivindicar. La imputación ambigua de hechos, la interpretación sesgada de los mismos y la calificación de inmoral de todos a quienes considera su adversario, transforman a ese indignado en el verdugo de sus ideas, cuando su irritación se reduce a un mundo donde todo es una lucha permanente entre ellos y nosotros.
La indignación es un gran movilizador social; puede impulsar a ciudadanos que se han mantenido indiferentes, reactivar la democracia y mejorar la rendición de cuentas. Pero también puede ser una herramienta que, alentada por charlatanes, termina tolerando la violencia contra todo y todos los que provocan esa ira.
Y es que nadie esta a salvo. Todos somos potenciales coléricos, demagogos y verdugos de nuestras propias causas. Sólo recuerde la última vez que enjuició a alguien de la misma forma que nuestro indignado ciudadano municipal.
Publicada en La Segunda.