La semana pasada, dos de las instituciones constitucionales más importantes para el funcionamiento del Estado manifestaron preocupación sobre las reformas a sus estructuras. El contralor defendió en su cuenta pública, frente al Presidente de la República —partidario de establecer un órgano colegiado para la Contraloría—, la naturaleza unipersonal del organismo. Por otro lado, en una reunión que sostuvo con los ministros del Tribunal Constitucional (TC), el mismo Presidente señaló algo que ya había indicado con ocasión de la inauguración del año judicial: el TC requiere de una reforma orgánica.
El problema de ese enfoque es que mira a las instituciones como centros de distribución de cargos, más que como estructuras que deben garantizar la gobernanza democrática. La respuesta correcta de cuál es el mejor diseño institucional depende esencialmente de la extensión de las funciones de cada organismo.
En el caso de la Contraloría, la pregunta genuina es si seguiremos concentrando en una misma mano el control jurídico, contable, de interpretación de la ley, auditorías, juzgamiento de las cuentas y de fines en el uso de los recursos públicos de los organismos administrativos. Un modelo así se entendía para el Chile de 1927, cuando este organismo fue creado, pero no en el de hoy. El riesgo de un modelo concentrado, como existe evidencia hace bastante tiempo, es que la Contraloría excede con facilidad sus límites y comienza peligrosamente, tras el velo de un aparente control formal, a evaluar el mérito de las decisiones públicas. La complejidad de la administración pública actual requiere repensar la distribución de esas funciones, tal como lo adelantó el informe de la OCDE en 2014. Sólo una vez que resolvamos esta inquietud tiene sentido discutir la naturaleza unipersonal o colegiada de la dirección de ese organismo.
En el caso del TC pasa otro tanto. La determinación del número de sus integrantes, quién nombra y con qué requisitos, sólo puede ser evaluada seriamente si resolvemos primero la extensión de sus atribuciones, especialmente la del control preventivo obligatorio de la ley. Como he sostenido, la existencia de esa competencia distorsiona el rol del tribunal como árbitro institucional, porque le otorga un poder de veto ajeno al sistema democrático. Éste debe ser suprimido pues, de lo contrario, en los nombramientos de sus jueces se vuelven decisivas las lealtades políticas.
Así las cosas, pareciera que lo relevante es enfrentar primero la extensión de las funciones de la Contraloría y el TC, antes de focalizarnos exclusivamente en su orgánica. De lo contrario corremos el riesgo de terminar con reformas que no llevarán a nada útil, y convertirlas en un burdo juicio al carácter de Bermúdez y Aróstica.