A días de terminar el funcionamiento de la Convención, los grupos de interés disputan el concepto de ‘reforma’, sea que la propuesta se apruebe o rechace. En algún sentido ese discurso asume que el texto constitucional necesita reestructurarse para lograr adhesión colectiva, aunque la ruta a seguir en ambos casos sea sustancialmente distinta.
En esa discordia se atribuyen resultados mágicos o pesadillas. Algunos afirman, por ejemplo, que dado que el nuevo texto garantizará una ‘vida libre de violencia’, entonces las personas estarían protegidas contra el crimen organizado y la delincuencia, como si la simple declaración constitucional fuera suficiente para lograr la eficacia de las políticas públicas; otros le imputan al borrador todo tipo de riesgos a la estabilidad democrática del país, como la ‘politización del Poder Judicial’, sin detenerse en que el actual sistema de nombramientos y promoción de los jueces tiene precisamente ese problema.
Si bien cada una de las alternativas es auténtica y elegir públicamente entre ellas no debería ser objeto de represalias, salvo por los fanáticos, lo cierto es que no se puede simplificar el asunto como si optáramos entre el paraíso y el infierno.
¿Por qué los sistemas constitucionales suelen requerir reformas? Porque es la única manera de dar estabilidad a lo que entendemos por Constitución y así sostener el resto de la arquitectura institucional. Esas reformas no sólo implican cambios al texto escrito; las Constituciones suelen reformarse también cuando los operadores del sistema legal dan significado dinámicos, estables y progresivos a sus palabras. Para que esto último ocurra, a las instituciones que llevan a cabo esos procesos les debemos reconocer legitimidad para ese fin. Cuando se carece de esta, el problema constitucional nunca se acaba.
Como reflexiona Baltasar Bustos, uno de los personajes de la novela ‘La campaña’, de Carlos Fuentes, —ambientada en el ‘momento revolucionario’ de la independencia de los países de América Latina—: ‘No creas que al principio fuimos felices. Tampoco se te ocurra que al final lo seremos’. Porque esto no se trata de encontrar un ‘mito fundacional’; es simplemente un tránsito colectivo que requiere de lealtad y patriotismo constitucional.