Montesquieu escribió en 1748 ‘El espíritu de las leyes’, una obra que marcaría la manera en que comprendemos el sistema constitucional. Concluye que no existe una Constitución ideal, pues esos textos expresan la historia de un pueblo. Aunque mucho tiempo ha pasado desde entonces, esa explicación todavía tiene sentido, en la medida que las constituciones reflejan las biografías de los países.
Por eso, comparar textos prescindiendo de esos factores es engañarse. Este ejercicio, que de tanto en tanto exponen escépticos de nuestro proceso constituyente, tiene por finalidad contraponer la amenaza de un texto ‘extenso’ en derechos frente a otros ‘clásicos’ supuestamente breves. Para ellos valgan algunos recuerdos.
No es posible entender las constituciones al margen de sus coyunturas históricas, las que habitualmente han sido resultado de turbulencias. Por ejemplo, los textos del siglo XIX en América solo se pueden entender en el contexto de las luchas por la independencia, y las de principios del siglo XX como consecuencia de la crisis social provocada por la industrialización. Tampoco es posible comprender las constituciones de la segunda parte del siglo pasado sin el trauma de la Segunda Guerra. Sería imposible entender la Constitución española de 1978 sin la transición a la democracia luego de la muerte de su dictador. Por eso, solo se puede percibir el constitucionalismo latinoamericano desde 1990 a partir de la progresiva consolidación democrática en nuestros países; la de Sudáfrica de 1996 por el fin del apartheid, la de Finlandia de 2000 tras su incorporación a la Unión Europea, o el proceso constituyente de Islandia como efecto de la crisis financiera de 2008.
Quienes gustan de hacer comparaciones antojadizas tampoco deberían olvidar que la democracia constitucional no ha sido precisamente algo normal. Como ha explicado Loughlin, al final de la Segunda Guerra Mundial solo existían doce democracias constitucionales estables en el mundo. En 1987 eran 66, de 193 miembros de Naciones Unidas. En 2003 ese número fue de 121. A su vez, la mayor cantidad de casos de nuevas constituciones se encuentra después de 1990: nada menos que 103.
De este modo, hablar de constituciones mínimas o máximas, comparando derechos con textos de mediados del siglo veinte o anteriores, es en algún sentido tramposo. Las constituciones operan como biografías nacionales, tienen un sentido original que las explica y siempre desean proyectar un legado.
Pese a ello, todo proceso constituyente debe tener cuidado de no imponer rígidamente hacia el futuro las convicciones del presente. Y, para eso, la Constitución debe garantizar, ante todo, que la democracia funcione como el medio que facilite un diálogo entre generaciones.