Desde sus orígenes, el Estado constitucional ha garantizado el derecho de acceso a los cargos públicos en condiciones de igualdad y en base al mérito. Ése ha sido el criterio sostenido por el constitucionalismo chileno desde 1833 hasta hoy.
Su origen es la necesidad de suprimir los privilegios del antiguo régimen, lo que llevó a la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789 a reconocer como un derecho inalienable la igual admisibilidad “a todas las dignidades, cargos y empleos públicos”, suprimiendo la enajenación y herencia de los oficios públicos. Como sostuvo Del Vecchio, cada derecho de esa declaración implicaba la supresión de un abuso previo.
La regulación de la contratación de familiares en la administración pública, especialmente en los cargos directivos, trata de garantizar esos objetivos desde los orígenes del constitucionalismo liberal. Es necesario impedir que la función pública se transforme en una “nueva nobleza” —como afirmaba Bourdieu, un lugar de reproducción familiar en el Estado— que limite el derecho de los ciudadanos en el acceso a la función pública.
Por eso disponemos de reglas, en principio, estrictas para esto. Así, por ejemplo, no puede ingresar a un organismo estatal quien tiene relación de parentesco con el directivo superior. Tampoco realizar contrataciones públicas con dichas entidades si tal vínculo existe y, además, ningún funcionario público puede adoptar decisiones que beneficien directa o indirectamente a esas personas en el desempeño de sus cargos, pudiendo incluso en algunos casos transformar esas intervenciones en el delito de negociación incompatible.
Entonces, no es la “odiosidad de la clase política”, como ha señalado Pablo Piñera en estos días, la que explica las críticas a su frustrado nombramiento, ni tampoco el debate respecto de si esa designación implicaba o no un acto de nepotismo. Es la naturaleza misma del sistema democrático y la sanidad del acceso a los cargos públicos lo que está en juego. No son sus méritos — reconocidos transversalmente—, sino su posición, aquella en la que el sistema legal desea, mediante una incompatibilidad, proteger aun la decisión más inocente, porque existen valores públicos relevantes que resguardar que van más allá del mérito individual del postulante.
Pero esta discusión ha dejado en evidencia la omisión normativa del parentesco horizontal —el que se da entre autoridades y funcionarios de otros poderes o agencias públicas— que resulta indispensable enfrentar, esta vez para reducir los riesgos de influencia indebida que afecten el normal desempeño de las instituciones. Ese es el lugar donde en las últimas décadas la “nueva nobleza”, de derecha e izquierda, se ha desenvuelto con nulas o limitadas restricciones.