En su historia democrática, Colombia nunca había elegido a un Presidente de izquierda, hasta ahora. El triunfo de la dupla de Gustavo Petro y Francia Márquez es significativo, no solo por su postura ideológica, sino que por lo que implica para un país que lleva décadas fracturado por la guerra interna. Pero, además, plantea la posibilidad de que Sudamérica inicie una nueva marea rosa, en la que la izquierda democrática retome el poder de los gobiernos.
La pregunta es, qué puede ofrecer esta nueva arremetida que no sea un refrito del antineoliberalismo del Foro de Sao Paulo. Algunos de los gobernantes electos desde 2018 son viejos conocidos del derrotero progresista latinoamericano. López Obrador, en México, ha competido en elecciones presidenciales desde el 2006, y Brasil espera el posible regreso de Lula.
Pero si no han cambiado algunas caras, sí lo han hecho los movimientos que los sostienen. Las causas feministas, la emergencia climática, el reconocimiento de pueblos originarios y el, aún lento, avance de los derechos de la población LGBTQ, plantean un desafío distinto al que hizo surgir a la marea rosa de inicios de siglo. Ya no basta con la crítica al imperialismo ni con reducir todo conflicto a un problema de clase. Tampoco basta con la fórmula populista que ha mantenido vivo al kirchnerismo por casi dos décadas en Argentina.
La pandemia puso al descubierto la fragilidad de los estados de la región, desmantelados por las políticas de austeridad post crisis del 2008 y por la corrupción de élites económicas y políticas. Con ello, han ido destruyendo la confianza en las instituciones y en los proyectos colectivos históricos. Las nuevas generaciones han reconstruido esos proyectos desde distintas identidades colectivas, desde experiencias compartidas (pero disímiles) de discriminación y opresión. La interseccionalidad ha escapado del análisis académico y se convierte en el marco en el que estos nuevos espacios de izquierda han comprendido que las luchas son más complejas que la liberación del proletariado. Lo hacen, eso sí, desconfiados de las instituciones tradicionales del poder.
Asimismo, esta izquierda que se asoma requiere hacerse cargo del legado autoritario que sostienen gobernantes en Venezuela, Cuba y Nicaragua. En ese proceso, debe reconciliar el rol del Estado en una economía moderna. Ya no desde la dicotomía entre privatización y nacionalización, sino que desde las ventajas con que cuenta el sector público para abrir camino e inversión, a la vez de combatir la corrupción. Necesita, por último, convencer que puede equilibrar la disciplina fiscal con un Estado que aumente los espacios de bienestar.
El relato de esta nueva izquierda implica comprender nuestras diferencias como oportunidades de trabajo colectivo, en vez de pelea por recursos escasos. Asimismo, su éxito se basa en ofrecer algo distinto a la receta que la llevó al fracaso electoral (o al autoritarismo) hace una década. La tarea no es simple, una de las razones de esta nueva oportunidad radica en las dificultades externas que han enfrentado los gobiernos conservadores que los preceden. Calma y tiza, esa es la receta.