La semana pasada se conoció la sentencia del Tribunal Constitucional (TC) mediante la cual rechazó la solicitud de remoción del diputado Hugo Gutiérrez. La tesis central de los solicitantes era que las expresiones del diputado tras el estallido social de octubre de 2019, en la prensa y por medio de sus redes sociales, incitaban a la alteración del orden público.
La decisión del TC descansa en una idea central del sistema democrático: ‘el debate político se nutre de la libertad de crítica’, que hace admisible, en un espacio plural, incluso las expresiones intolerantes.
Aunque la decisión incomode, la libertad de expresión es fundamental para la vida democrática. A pesar, por cierto, de que se utilicen palabras odiosas, tendenciosas, molestas, falsas e incorrectas. El sistema democrático entiende que existen otros medios para contrarrestar esos discursos, distintos a la remoción en el cargo, un asunto especialmente relevante en el caso de los senadores y diputados, quienes son legitimados por votación popular.
Sin embargo, la decisión del TC también supone trasladar a quienes participan del debate público, incluidos los parlamentarios y los partidos a los que pertenecen, una responsabilidad sustancialmente mayor, sobre todo cuando la ofensa personal (la falacia del argumento ad hominem) se utiliza como un mecanismo para confrontar discrepancias políticas. Lo que sabemos de la historia del último siglo es que si algo así sucede —un asunto que ya no depende del control de los tribunales— la discusión pública se degrada, desaparece el argumento y lo reemplazamos por caricaturas, aceptamos el atropello a la dignidad humana como herramienta política, y acabamos sobrepasando una línea donde no sólo importa la descalificación del adversario, sino que terminamos por legitimar su supresión real o nominal.
Esto no es trivial para el caso en que las autoridades esgrimen expresiones que, bajo el supuesto de desautorizar al contrario, denigran la condición humana y, con ello, la de los afectados por las desgracias que han debido enfrentar en sus vidas. Es lo que sucede cuando la demencia senil, los pañales para los adultos mayores, las enfermedades psiquiátricas, las discapacidades, la pobreza o la muerte de seres queridos, se utilizan como descalificación política. Esos recursos retóricos, que buscan invalidar al contrincante, terminan por descalificar a quienes los emiten, porque desconocen los límites de la esfera pública, y también ofenden a todos quienes, sin participar de ella, han visto alteradas sus vidas por circunstancias azarosas que limitan su existencia.
Quienes recurren a esos medios olvidan convenientemente que la libertad crítica que les garantiza la democracia no opera como una autorización para avasallar la dignidad humana.