La pérdida de pudor institucional: reflexiones sobre el proceso de elección del fiscal nacional
29 de diciembre de 2022
La elección del fiscal nacional se ha transformado en una verdadera teleserie institucional. El Senado ha rechazado a dos candidatos propuestos por el presidente de la República, cuestión inédita. En los próximos días debiéramos conocer una tercera propuesta presidencial que será discutida nuevamente en el Senado; y no está claro, al menos al día de hoy, si acaso al respecto exista humo blanco.
Es bueno partir recordando algunas cuestiones básicas. El cargo de fiscal nacional es central en una institución como el Ministerio Público, que cumple un rol clave en el Estado de Derecho: llevar adelante la persecución penal de los delitos y la protección de las víctimas. Su proceso de elección se encuentra regulado en la Constitución, y siguió el modelo previsto para la elección de magistrados de la Corte Suprema que involucra la participación de los tres poderes del Estado. En su primera etapa, la Corte Suprema debe escoger a cinco postulantes a partir de un concurso público. De esos nombres, el presidente de la República deberá elegir uno que, para ser electo, requerirá de la aprobación de dos tercios del Senado. Si un nombre es rechazado, la Corte Suprema debe completar la lista con otros postulantes que participaron del concurso público a menos que sea necesario abrir uno nuevo.
Recordemos que se trata del cuarto proceso de esta naturaleza desde que el Ministerio Público fue creado. Los tres anteriores fueron también objeto de fuertes polémicas. Por ejemplo, en el primero de ellos la Corte Suprema eliminó en forma previa a la audiencia al cuarenta por ciento de los postulantes por razones formales (varios de ellos, connotados jueces y abogados), al no haber acreditado su calidad de tales con un certificado que emite la propia Corte. En la elección del año 2015 se cuestionó que el proceso estuvo fuertemente condicionado por intereses políticos en un contexto en que se llevaba adelante en el país una persecución penal intensa en casos de financiamiento ilegal de política. Estos intereses se habrían manifestado en diversas entrevistas informales que tuvieron los distintos candidatos con senadores de diversos colores políticos, y habrían sido decisivos para la elección.
Más allá de estos ejemplos, en todos los procesos han existido críticas a los niveles de transparencia en las decisiones de sus distintos eslabones y la poca información tenida a la vista para la adopción de ellas. Especialmente problemática ha sido la práctica de reuniones privadas (formales e informales) de los postulantes con ministros de la Corte Suprema y con senadores antes de llevarse a cabo los procedimientos oficiales. Además, se han formulado cuestionamientos relativos a que en la elección habrían primado consideraciones de equilibrio político por sobre los de idoneidad técnica de los candidatos, y sin una discusión de fondo acerca de las necesidades del Ministerio Público para el período.
En mi opinión, los problemas se explican en dos niveles. En un primero hay evidentes problemas de diseño del mecanismo. Por ejemplo, se ha cuestionado el enorme protagonismo que se le da a la Corte Suprema —y, en la contracara, el escaso poder que se le entrega al Ejecutivo— en la nominación, siendo esta una importante fuente de conflictos institucionales. En un segundo nivel, los problemas se han dado por el desarrollo de prácticas inadecuadas para llevar adelante el proceso en sus distintas etapas. Hace algunos años escribí en este mismo medio una columna en el que abordaba potenciales mejoras de dichos procedimientos sin necesidad de realizar cambios legales [ver «Algunas propuestas sobre el proceso de elección del fiscal nacional», en CIPER 24.05.2018]. No repetiré aquí esas ideas, pero ellas giraban en torno a darle mayor transparencia y favorecer decisiones con mayor nivel de información y justificación que las que habían tenido los procesos previos.
Esta elección generaba muchas expectativas. La seguridad se ha transformado en la primera prioridad y preocupación para la ciudadanía según muestran diversas encuestas, y es obvio que el Ministerio Público juega un rol importante en la materia. Por otra parte, la institución se encuentra en un momento muy complejo desde el punto de vista de su credibilidad y de los niveles de confianza que tiene ante la comunidad, según también muestran diversos estudios de opinión. Por si fuera poco, hay diversa evidencia que indica que, en el tiempo, se ha ido deteriorando la calidad del trabajo del Ministerio Público, el cual se ha transformado en una institución sumamente burocratizada, corporativista y endogámica. Por lo mismo, el proceso aparecía como una oportunidad para seleccionar a una máxima autoridad que pudiera generar un golpe de timón para ayudar a que el Ministerio Público supere sus problemas. Ello suponía llevar adelante un proceso que diera plenas garantías de elección de la persona que fuera la más idónea para el cargo, sin compromisos políticos y muy empoderada para impulsar los cambios requeridos. Se esperaba que hubiera un aprendizaje de los errores del pasado e introducir mejoras en las prácticas del mecanismo, que en el tiempo intermedio no tuvo cambios en su diseño legal.
¿Qué ha pasado? Lejos de la expectativa, se han reiterado y profundizado varios de los vicios previos. Hay que reconocer que este cuarto proceso ha tenido algunas mejoras parciales; por ejemplo, en la calidad de la audiencia pública ante el Senado. Pero no ha sido suficiente. Incluso más: a pesar de esas mejoras parciales, se podría afirmar que este ha sido el proceso más conflictivo y problemático llevado adelante hasta ahora, debilitando enormemente a quien finalmente salga electo y su posibilidad de hacer transformaciones necesarias.
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Resumo los problemas identificando que en este proceso se ha producido una pérdida de pudor institucional. Con esto quiero decir que se han hecho y dicho cosas que son impúdicas y que no son aceptables desde el punto de vista del interés público en juego por el que debieran velar los distintos órganos estatales que participan. Por ejemplo, en las dos primeras ocasiones varios senadores o grupos de senadores manifestaron públicamente que no votarían por ciertos postulantes, aún antes que el presidente escogiera un nombre para proponer. La señal es que la audiencia pública ante el Senado era irrelevante para la toma de decisión que ya parecía estaba adoptada aún sin conocer a la persona seleccionada. Algo similar ocurrió cuando una senadora manifestaba que no votaría por la candidata seleccionada ya que el gobierno no la había contactado, sugiriendo nuevamente que el proceso ante el Senado y los antecedentes de la postulante no son relevantes para decidir. Para qué decir del rol protagónico en vocerías y luego en las votaciones de varios senadores que tenían evidentes conflictos de interés producto de haberse visto involucrados directa o indirectamente en persecuciones penales en tiempos recientes. A ello se suma la aparición nuevamente de reuniones privadas previas de los candidatos con ministros de la Corte Suprema, e incluso la reivindicación que hizo un senador de ellas como un aspecto valioso de los procesos previos.
Los ejemplos de comportamiento impúdico son muchos más, e involucran también a los otros actores.
Me temo que este problema de pérdida de pudor institucional es reflejo de un problema mucho más profundo de diseño y funcionamiento de nuestro sistema político. Lamentablemente ha tenido expresión en un proceso tan importante y sensible como la designación del fiscal nacional. Su solución no es fácil y no puedo abordarlo en una columna como esta. Por cierto, hay un problema claro de delimitación del poder. Estoy de acuerdo con el mantra que se repite en el Senado de que ellos no son un «buzón» del Ejecutivo, lo que exige un cierto nivel de acuerdo y deliberación acerca de los candidatos propuestos y, por cierto, la posibilidad eventual de un rechazo. Con todo, me parece que se trata de un espacio de acción mucho más acotado que el que pareciera reivindicar un grupo de senadores que parece pensar que el Ejecutivo debiera operar como una «correa transportadora» de nombres que los satisfagan. No creo que ni el buzón ni la correa transportadora reflejen el tipo de equilibrio que debiera buscarse en designaciones de esta relevancia. La no comprensión de esto revela un problema profundo de distribución y organización del poder.
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¿Qué hacer en este escenario? La respuesta más obvia es pensar cambios importantes en el diseño del proceso y no sólo mejoras en las prácticas. En mi opinión, la primera fase no debiera estar en manos de la Corte Suprema, sino de algún tipo de comité técnico que pueda llevar adelante un proceso más profundo de selección en base a un perfil más claro del cargo, una revisión mucho más exhaustiva de antecedentes y de entrevistas en serio con los postulantes, de manera de estar en condiciones de confeccionar una lista corta con altos niveles de justificación pública. La Corte Suprema no ha mostrado experiencia, interés ni disposición a implementar un procedimiento de ese tipo según se desprende de las declaraciones de su vocera en este proceso.
Luego, no prescindiría de una fase política para seleccionar dentro de la lista corta, lo que es muy común en el Derecho comparado. Con todo, introduciría cambios importantes. Por ejemplo, la selección presidencial debiera también surgir de un proceso más riguroso de exposición pública de los candidatos, y contar con mayores niveles de justificación. En el Senado habría que perfeccionar la audiencia pública, regular en forma mucho más estricta las inhabilidades de quienes votan, la necesidad de justificar el voto y, especialmente, establecer un cuórum de aprobación más bajo que el actual (podría ser mayoría en ejercicio o cuatro séptimos de los presentes), que le dé más peso a la elección presidencial y que exija votaciones más altas para su rechazo.
Los detalles de cómo regular estos aspectos pueden verse con un poco más de calma sin enamorarse rápidamente de una fórmula, sino poner énfasis en la mejor manera de resguardar los principios detrás de ella. Detecto, en cambio, un cierto apuro en sectores de la clase política de introducir cambios a la rápida, a pesar de que el que el próximo proceso se llevará varios años más adelante. No creo sea conveniente avanzar así, lo que se explicaría sólo como un acto de oportunismo populista. Me parece que el momento adecuado para discutir estos cambios será en el contexto del nuevo proceso constitucional que se inicia. Como señalé, se trata de una materia que está regulada en la Constitución, y cualquier cambio en la materia requiere una reforma de ese tipo. Más allá de eso, la discusión de una nueva Constitución permitirá revisar este tema en el contexto de otros potenciales cambios a la regulación constitucional del Ministerio Público que seguramente se introducirán, permitiendo hacer transformaciones más integrales y armónicas. Los problemas del Ministerio Público no son sólo los del sistema de designación de su fiscal nacional.
Me preocupa, también, que en el calor del proceso surgen algunas malas ideas de regulación del proceso y del fiscal nacional. Algunos han planteado la necesidad que las votaciones del Senado sean secretas. Yo creo que eso sólo empeoraría la situación. Otros, que debiera hacerse una evaluación intermedia por parte del mismo Senado al fiscal nacional con la posibilidad de destituirlo en la mitad de su término. También mala idea que, de hecho, ha sido objeto de cuestionamiento en informes internacionales por constituir un potencial atentado contra la independencia de la institución. Un senador ha propuesto también la elección popular del fiscal nacional, cuestión que sólo existe a nivel estadual en los Estados Unidos, y con amplio debate por los efectos e incentivos perversos que dicho mecanismo ha generado. Hacerme cargo en detalle de estas malas ideas requeriría mucho más tiempo y espacio del que dispongo. Por ahora sólo hago el llamado que tengamos cuidado en no apurarnos con remedios que puedan ser peor que la enfermedad.