Habíamos olvidado, en Occidente, lo que era una verdadera epidemia mundial. Lo cierto es que hasta el advenimiento de las vacunas (desde hace 200 años) y de los antibióticos (¡hace apenas 70 años!), el mundo temía y sufría mortíferos males que acechaban solapados para atacar en cualquier momento y sin remedio. En medio del siglo XIV, la peste bubónica o ‘peste negra’ arrasó con la mitad de la población de Europa, Asia menor y el lejano Oriente, modificando la estructura social y económica de regiones y ciudades, así como la cultura y el ánimo de sus habitantes. Minorías étnicas, extranjeros y marginales fueron culpados del mal y perseguidos, al mismo tiempo que el horror y la desesperanza de la muerte transformó un espíritu productivo en uno de hedonismo y mera supervivencia. El Decamerón, de Boccaccio (1353), reúne, precisamente, un grupo de jóvenes que escapan de la ciudad para evitar la peste y se entretienen debatiendo de moral y fortuna a través de pícaros (también trágicos) relatos.
La última catástrofe sanitaria moderna había sido la gripe española de 1918-1920, surgida al final de la gran guerra europea, una mutación contraída de aves o cerdos, posiblemente en un hospital militar francés sobrepoblado, mal aseado y donde los pacientes, sobrevivientes de ataques químicos, sufrían además de desnutrición. Fue la movilización internacional de tropas en ese último año de guerra lo que diseminó la enfermedad hasta la última isla de Oceanía. Esa gripe infectó a 500 millones de personas (casi un tercio de la población mundial de entonces) y causó la muerte de entre 17 y 50 millones, cifra imprecisa por la falta de comunicaciones y registros en países tan diversos como los de Norteamérica, India, África o el sudeste asiático.
Tal como hoy, en tiempos de peste, en diversas épocas de la historia, las ciudades del mundo declararon cuarentenas y toques de queda. La población debió mantenerse puertas adentro y los comercios dejar de atender público; las compras y los despachos de víveres, mediante mensajes en los umbrales. Las ciudades que hasta ayer bullían de frenética actividad, de pronto están vacías, silenciosas, habitadas por unos pocos espectros enfundados cruzando páramos de hormigón y acero. Tras cada ventana, una mirada. En cada hogar, un refugio. Y el tiempo se convierte en una única espera. Entonces comprendemos que cada tanto, para no olvidar qué somos ni dónde estamos, una fuerza formidable de la naturaleza arroja las reglas del juego sobre la especie humana, tan industriosa e inteligente; pero también tan arrogante e insignificante en la eternidad del universo.