El 15 de marzo de 2018, la segunda administración de Sebastián Piñera, en las palabras de su ministro del Interior Andrés Chadwick, señaló en Icare que ‘no queremos que avance el proyecto de nueva Constitución de Bachelet’. La ex Presidenta había presentado su iniciativa en los últimos días de su mandato, luego de un largo proceso participativo.
La administración Piñera desahució ese mecanismo y se focalizó en la agenda que había dejado pendiente en su primera gestión. Ninguno de los temas asociados a la propuesta Bachelet —como Estado social, derechos sociales, Tribunal Constitucional, reconocimiento constitucional de los pueblos indígenas, entre otros— eran prioridad en la agenda de la nueva administración. Por el contrario, sobre cada uno de ellos se habían opuesto históricamente en el Congreso. La negativa a admitir el Estado social en la reforma constitucional de 2005 durante la administración Lagos, como consta en las actas del Senado, es el mejor ejemplo.
El 2019 el país era un ‘oasis’, en opinión del gobierno. Estaban programadas dos importantes reuniones internacionales, como la APEC, en noviembre, y la COP 25, en diciembre. Pero el estallido de octubre transformó la sociedad chilena y el acuerdo constitucional se convirtió en la única salida institucional. Esa crisis —de la cual, a la luz de los resultados de ayer, seguiremos discutiendo por años— la hemos simplificado en exceso, porque para las personas, tan importante como la Constitución lo son también la eficacia del Estado, el respeto y el diálogo social.
Algunos convencionales no comprendieron nunca que no bastaba con tener los dos tercios, que buscar soluciones intermedias era una alternativa razonable porque el plebiscito convocaba a más personas y sentimientos de los que enfrentaban cotidianamente en el pleno de la Convención. Mientras, la derecha entendió que la alternativa de mantener la Constitución de 1980 era inviable, tanto que ella misma declaró que su texto estaba muerto.
Por cierto, los resultados del plebiscito del día de ayer son categóricos; pero lo más importante para lo que viene es que el proceso constituyente debe concluirse, esta vez con parte de la derecha quizás pensando, en su intimidad, que su oposición histórica a los cambios tuvo consecuencias. Una cuestión sobre la cual también debería reflexionar el sector empresarial, el mismo que frente al inicio del proceso de Bachelet en 2015 indicó que este generaría incertidumbre y tendría un impacto en la inversión.
Lo de ayer es una lección para la soberbia de muchos en la actual administración, pero también para la que ostentaron otros en el pasado. Ahora no hay superioridad moral que valga, porque, como escribió Juan Rulfo, o nos salvamos juntos o nos hundimos separados.