La semana pasada, la Corte Suprema sostuvo que una municipalidad no podía cambiar el nombre a una calle sin realizar una consulta al órgano representativo de la sociedad civil. Esta decisión, que algunos podrían considerar exagerada, tiene sentido. Los vecinos reclamaban que, al no consultarles, ellos no pudieron expresar los inconvenientes que la medida generaba, especialmente para los comerciantes, a quienes afectaba desde su correspondencia hasta la relación con sus clientes. Respetar las reglas que permitían la participación resultaba elemental para encontrar el mejor modo de implementar una decisión de este tipo, que en apariencia resulta trivial. Lo que sucede es que durante largos años el sector privado y el Estado se han resistido a ampliar la participación ciudadana.
Muchos ven en ella la posibilidad de entrabar decisiones y generar espacios para solicitudes indebidas. Esa permanente intransigencia terminó siendo sobrepasada por consecutivas decisiones judiciales, que ratificaron una regla elemental: si una actividad pública o privada puede afectar a los ciudadanos y sus condiciones de vida, estos al menos tienen derecho a ser escuchados. Sin embargo, esta manera de implementar forzosamente la participación generó una cultura transaccional, porque los procesos participativos focalizados especialmente en el conflicto se transformaron en espacios exclusivamente destinados a negociar compensaciones, cuestión que ha sido evidente en materia ambiental.
Tiempo ha pasado y hoy son el propio sector privado y el Estado los que han terminado por promover la necesidad de ampliar la participación ciudadana y, sobre todo, la existencia de mecanismos de diálogo permanente, que incluya vínculos con las comunidades durante los procesos de diseño, ejecución y cierre de los proyectos. Estos buscan establecer además un sistema de solución de controversias convencional, que reduzca la necesidad de recurrir a la rigidez de las decisiones judiciales. La denominada «Iniciativa para el Diálogo Territorial», financiada con fondos de Corfo, es un buen ejemplo de esta nueva etapa.
Pero, como señalaba Schopenhauer, para poder lograr acuerdos es necesario coincidir al menos en algún punto, porque no es posible dialogar si quienes intervienen niegan todos los principios sobre los cuales debería descansar una discusión leal. La ampliación de la participación ciudadana y la existencia de un procedimiento para el diálogo permanente son claves para la promoción de una cultura democrática en nuestra sociedad. Ello nos permite alejarnos de la lógica transaccional que nos ha llevado a creer que participar se puede reducir pura y simplemente a fijar compensaciones materiales.