El Presidente Piñera llegó desde Nueva York con un discurso decidido en cambio climático. Aunque sigue siendo global, su evaluación dependerá de las políticas concretas que emprenda una vez terminada la COP25.
Nuestro país tiene problemas ambientales desde hace año, una buena cantidad producto de la disputa por el uso de recursos naturales y los territorios. Aguas, pérdidas de biodiversidad y océanos son ejemplos. En 1992, el Presidente Aylwin envió al Congreso un proyecto de ley que buscaba modificar el Código de Aguas para permitir el uso sustentable del recurso hídrico, corrigiendo el sistema de asignación perpetua de los derechos de agua. El proyecto se dictó en 2005, luego de una disputada tramitación, pero lo promulgado fue una ley corta, que dejó los temas sustantivos para una regulación posterior que no se discutió. El tiempo ha confirmado lo esencial que era esa reforma.
Algo semejante sucedió con la biodiversidad. En 1984 se promulgó la ley que creaba la Conaf pública, cuyo objetivo central era resguardar las áreas protegidas y los recursos naturales renovables. Esa ley nunca entró en vigor y, desde 2006, los intentos de crear un servicio de biodiversidad han terminado en una frustración para las administraciones de Bachelet y Piñera. Mención aparte merece la ley de protección del bosque nativo, que ingresó al Congreso en 1992 pero que recién se aprobó en 2008, también como ley corta, a la espera de una regulación complementaria para la biodiversidad que tampoco se dictó.
Chile tiene una longitud de costa de más de seis mil kilómetros, pero los espacios marinos han sido pensados principalmente desde la explotación de los recursos pesqueros. Existen zonas, sin embargo, en las cuales es necesario tener un trabajo ambiental integrado. Si bien hemos declarado áreas de protección y gestión, estas han terminado siendo simplemente declarativas, pues, tal como señaló estos días la Contraloría, no se han dictados algunos de los planes de administración que permiten el uso sustentable de estos espacios.
La discusión sobre cambio climático obliga a repensar la gobernanza ambiental, aquella que busca la concurrencia del Estado, las comunidades y los privados para la solución de los problemas públicos. Pero este Gobierno ha desechado la posibilidad de institucionalizar un diálogo territorial, que permita una participación ciudadana más amplia y efectiva que aquella que se da en los estrechos márgenes de evaluación ambiental de proyectos.
El entusiasmo presidencial exigen en algún momento pensar la manera en cómo cerrar estas brechas pendientes desde casi treinta años. La simple inspiración no es suficiente. El Presidente debería comprender que su legado en buena parte se evaluará por la consistencia de sus acciones, más que por sus dichos entre Nueva York y Santiago.