Existen temas cíclicos en nuestra historia. En abril de 1927 el entonces ministro del Interior, Carlos Ibáñez del Campo, decidió arrestar al presidente de la Corte Suprema, Javier Figueroa, y luego destituyó a casi todos sus miembros, inaugurando así su dictadura. Con eso, Ibáñez ponía en entredicho la condición de Poder del Estado que recién había establecido la Constitución de 1925 para los tribunales.
Eran tiempos convulsionados y ese evento marcaría la forma en que la Corte Suprema comprendería su rol institucional. Su función sería de aplicación formalista del Derecho, alejada de los controles que podía ejercitar frente al poder público y sin articular un sistema efectivo de protección de derechos.
Esto duraría hasta 1965, momento a partir del cual comenzó a tener un rol político protagónico que duraría hasta el golpe de Estado de 1973. Pinochet puso nuevamente en entredicho su independencia, esta vez inclinándose los jueces por sus propios actos, especialmente en materia de derechos humanos.
El retorno a la democracia implicó un tránsito complejo, que finalmente se pudo consolidar en la reforma constitucional de 1997. A partir de entonces, la Corte pasaría a cumplir un rol determinante en el sistema democrático chileno a través de una diversidad de mecanismos de acceso a la jurisdicción.
Aunque algunos suelen olvidar estos antecedentes, resultan determinantes para explicar el rol de los tribunales, y especialmente de la Corte Suprema, en los últimos veinte años, lo que explica que para un sector de la política nacional ha resultado habitualmente incomprensible cómo los jueces en estas dos décadas han articulado soluciones bajo la óptica de los derechos. La respuesta está en la cultura judicial.
Un aspecto que solemos olvidar es que ha sido la jurisprudencia de la Corte en los últimos años la que ha establecido ciertas bases para la discusión de derechos sociales, subrogando esas soluciones en los derechos disponibles, resignificando su contenido al utilizar los tratados internacionales y nuevos enfoques.
Por ejemplo, ha sido su jurisprudencia la que hizo posible la aplicación efectiva del Convenio 169 en procedimientos de distinta naturaleza que los organismos administrativos se resistían aplicar; sobre la base de esos criterios ha reconocido el derecho humano de acceso a agua potable; a su amparo se ha dado protección al derecho a la salud, pese a las limitaciones constitucionales, en temas como el financiamiento de medicamentos de alto costo, la imposibilidad de discriminar en el acceso a planes de salud o la atención oportuna en situaciones de riesgo; ha dado protección a migrantes atrapados en las rendijas de la burocracia estatal que por sus atrasos quedan impedidos de acceder a los documentos del Estado; ha dado protección a los humedales como bienes ambientales con indiferencia de la propiedad o la existencia de una declaración estatal previa; ha modelado la aplicación de la legislación urbanística estableciendo límites a los permisos irregulares e imponiendo obligaciones de los urbanizadores con el entorno, un anticipo de lo que hoy es el debate sobre el derecho a la ciudad; ha ampliado las categorías de responsabilidad del Estado imponiendo deberes de indemnización en los casos en que la prestación ineficaz de servicios públicos causa perjuicio a las personas; ha limitado los poderes de remoción de funcionarios públicos cuando existe un cambio de administración, garantizando por esa vía un derecho a la estabilidad de la función pública, entre tantos otros criterios.
Una cantidad importante de los debates que han atravesado la Convención Constitucional ha tenido antes un correlato en las decisiones de la Corte, porque lo que suele suceder es que los asuntos que se discuten en tribunales suelen representar el modo en que se vive la Constitución y las limitaciones que suelen encontrar las políticas públicas. Observarlas es útil para alimentar el debate público.
En un siglo pasamos de una Corte Suprema refugiada en los formalismos por temor a la política a un activo intérprete de la Constitución ejercitando sus controles sobre el poder público.
De ahí que la decisión de la Corte Suprema de trabajar en una sistematización de sus criterios jurisprudenciales —un proyecto en el que han participado universidades, académicos y estudiantes—, y que pronto estará disponible para todo el público, se transforme en una manera activa de rendir cuentas sobre la forma y modo en que esta entiende ese derecho vivo que modela la sociedad desde la Constitución.