Cuando el Estado adoptó medidas sanitarias para enfrentar el covid- 19, ordenó a las personas no salir de sus hogares, cerró establecimientos donde pudieran reunirse, impuso cuarentenas obligatorias, obligó a solicitar permisos transitorios para circular, facilitó su trámite a través de internet, y dispuso que carabineros y militares controlaran distintos puntos de las ciudades para vigilar que los vecinos cumplieran con esas obligaciones. Para el Estado, todos estamos en condiciones de ejecutar estos deberes básicos. Pero hay algunos que simplemente no pueden cumplir con ninguna de esas medidas, aunque quisieran. Son los invisibles, aquellos que han transformado la calle en su hogar, que duermen en carpas o similares, en rincones de parques o al costado de las autopistas, que se agrupan para cuidarse de quienes, a veces, se divierten a su costa.
Con la ciudad en cuarentena para protegernos de esta crisis sanitaria, los lugares que ellos transitaban están vacíos, las personas a las cuales les pedían dinero para alimentarse han desaparecido, y los comercios que les reconocían algo de dignidad —porque les entregaban agua, comida o bien les permitían utilizar sus baños— están cerrados. Lo que para nosotros es autocuidado para ellos es una tragedia, porque si ya en la cotidianeidad sobrevivir es un desafío, subsistir en tiempos de pandemia es heroico. Lo invisible se nota incluso en el control. Mientras policías y militares fiscalizan que los vehículos, las personas paseando sus mascotas y los motociclistas repartiendo comida muestren sus autorizaciones, los de la calle, a una cuadra de dichos controles, observan ese mundo ajeno. Ellos no necesitan permiso ni salvoconducto, porque sencillamente no existen para los mandatos del Leviatán sanitario.
Estos tiempos son como los que relató László Krasznahorkai en su ‘Melancolía de la resistencia’, cuando escribió: ‘El orden de las costumbres había quedado en entredicho, el caos se expandía sin freno y destruía los hábitos diarios, el futuro era pérfidamente oscuro, el pasado imposible de recordar, y el funcionamiento de la vida cotidiana se había vuelto hasta tal punto imprevisible que solo se podía reaccionar con resignación’. Cuando en Santiago el otoño se asoma con la melancolía de los árboles, con temperaturas que permiten olvidar un largo verano y mientras muchos se alegran naturalmente por las primeras gotas de lluvia en tiempos de una brutal sequía, los invisibles saben que vienen tiempos oscuros, que el Estado no es su refugio, que para la política no importan, que la caridad estará desbordada, que el confinamiento para ellos es y será imposible, y que el amparo más próximo para sus vidas es esperar el destino en sus carpas cerca de la Posta Central.