Hace pocos días, Lídia Jorge —quien escribió ‘Los memorables’, un libro sobre la ‘Revolución de los claveles’ en Portugal, que reivindica su rol en la construcción de la democracia— recordaba en una entrevista al diario El País que una de las razones fundamentales que la llevó a trabajar en esa novela fue la actitud de los ‘jóvenes’ que tras la crisis de 2008 mal ‘interpretaron mucho de lo que se había soñado’. Estos, dijo, ‘consideraban lo que había ocurrido de forma burlesca, como si Portugal hubiese tenido una sociedad mejor sin la revolución’. Esa misma crisis, esta vez en España, llevó a la crítica juvenil a la transición y al pacto constitucional de 1978. Ese pasado era el responsable de un presente injusto.
Algo de esa ‘burla’ subyace en el soberbio discurso contra los ’30 años’, la misma arenga que en algún sentido aminora la importancia del proceso que lo precedió con el plebiscito del 5 de octubre de 1988, porque los lápices y las papeletas de ese día fueron para muchos nuestros propios ‘claveles’.
La negativa de la mesa de la Convención Constitucional de invitar a los ex Presidentes de la República a la entrega de la propuesta constitucional es en algún sentido el repudio a un pasado sin el cual ese día sencillamente no sería posible. Porque cada una de las administraciones enfrentó previamente los problemas que hoy pretende resolver la Convención a través de un nuevo texto constitucional. No hay nada en ese borrador que no sea posible remontar a alguno de los esfuerzos de Aylwin, Frei, Lagos o Bachelet, o a la visionaria propuesta del grupo de los 24 de 1978. Por eso es que su texto no tiene nada de refundacional, como pretenden afirmar sus críticos. Pero sus partidarios olvidan convenientemente que las propuestas de sus normas están redactadas sobre surcos previamente abiertos por otros que asumieron riesgos y lidiaron con la desilusión.
Como recuerda Lídia Jorge ‘toda revolución es una alegría que anuncia una gran tristeza’, porque ‘la democracia es lo opuesto al movimiento épico, consiste en lidiar con la banalidad de lo cotidiano’. De ahí que ese ‘momento mágico’ donde reivindicamos la libertad termine habitualmente en una frustración y en culpar a quienes hicieron posible ese tiempo, porque actuaron contra la ‘convicción inicial’ entregándose simplemente a lo posible, al pragmatismo de la política.
Por esto mismo, los miembros de la Convención no deberían olvidar que su propuesta está parada sobre hombros de gigantes y que, aun cuando hoy lo quieran negar, son parte de un continuo institucional que ha hecho posible este instante. Y que por lo mismo el futuro será igualmente severo con sus miembros; porque en la próxima crisis, otros jóvenes, seguramente dirán con sorna que el texto no estuvo a la altura de los ‘sueños’.