
Las nuevas filtraciones de la investigación en contra de ProCultura han revivido el Caso Convenios. La atención mediática responde a la gravedad de algunas filtraciones, lo escandaloso de ciertos detalles (como viajes en business y suntuosos bonos) y los vínculos informales entre los investigados y personeros políticos. A ello se suma la divulgación de fragmentos de una conversación telefónica del Presidente de la República; todo en el contexto de un recargado año electoral.
Desde la política pública, el desafío es discernir entre los aspectos meramente anecdóticos, los que son reprochables moralmente y aquellos que efectivamente constituyen actos de corrupción. Dentro de estos últimos, debemos diferenciar la gestión negligente de las fundaciones, el desvío deliberado de fondos públicos para el enriquecimiento personal y su uso en el financiamiento irregular de la política.
Aunque debe ser la justicia la que finalmente lo determine, existen antecedentes suficientes para sostener que en los casos que involucran a Democracia Viva, ProCultura y otras organizaciones existieron recursos públicos que no fueron utilizados para fines sociales, sino que para el beneficio personal de los involucrados.
Junto con subrayar la gravedad de estos hechos, no está de más recordar que las organizaciones sin fines de lucro investigadas son una porción ínfima y no representativa de la sociedad civil. Como suele ocurrir, es la gran mayoría de las fundaciones —que cumple un rol social fundamental— la que se lleva los costos del desprestigio.
Sobre la base de los elementos que conocemos hasta ahora, parece apresurado afirmar que en ProCultura existe un esquema general de financiamiento irregular de la política. Por un lado, se han mencionado aportes que Alberto Larraín habría hecho —a través de terceros— a su pareja cuando fue candidato a alcalde. Lo clave es determinar si las donaciones se hicieron en cumplimiento de las normas electorales, que desde 2016 tienen mayores estándares de transparencia. Sobre los aportes a Convergencia Social y la campaña del Presidente Boric, sólo tenemos algunas menciones de Larraín y de un tercero. Si bien estas sospechas deben ser investigadas exhaustivamente, por ahora no constituyen antecedentes sólidos para afirmar un delito de esta gravedad (lo que explicaría la denegación judicial del ‘pinchazo’ del celular del Presidente).
La saga del Caso Convenios ha ocasionado un grave daño a la confianza en nuestras instituciones, tanto públicas como de la sociedad civil. Ello ha sido potenciado por la forma en que nos enteramos de sus detalles: mediante filtraciones a cuentagotas de aspectos reservados de las investigaciones, develando de paso las fragilidades de nuestro sistema penal. Sólo queda empujar para que aprovechemos este escándalo como una oportunidad para avanzar en una sólida agenda de probidad.