Los promotores del rechazo al plebiscito lo han tratado de revestir con un mensaje, en su opinión, positivo: promoverían un ‘rechazar para reformar’. Lamentablemente, esa tesis no se compadece con los actos previos de la derecha partidaria de esa iniciativa. Así como consideran que una nueva Constitución solo genera incertidumbre, su promesa de reformar carece de credibilidad. Por eso, recurrir a un plebiscito es la manera razonable para zanjar nuestras diferencias, promoviendo una cultura de respeto, que se traduce en aceptar los procedimientos democráticos y sus resultados.
Pero no será la primera vez que ocurre. En nuestra historia solo hemos recurrido en ocho ocasiones a plebiscitos nacionales. En 1812, para la aprobación del reglamento constitucional; en 1817, cuando se plebiscitó nuestra independencia, que se consideraba indispensable para que fuéramos reconocidos como nación; y en 1818, luego de la firma del Acta de Independencia —la misma que destruyeron los militares tras el golpe de 1973—, cuando se convocó otro para aprobar la Constitución provisoria. Tuvo que pasar más de un siglo para el siguiente: en agosto de 1925, para plebiscitar la Constitución de ese año. Aunque solo votó el 45% del padrón electoral, dicha práctica legitimó su contenido. Los cuatro plebiscitos siguientes fueron en dictadura. En 1978, tras la presión internacional por las violaciones a los derechos humanos, Pinochet decidió convocar a una consulta —sin garantías electorales— para legitimar su régimen, mecanismo que igualmente utilizó en el plebiscito del de 1980, para aprobar la Constitución de ese año. Dado el itinerario fijado por esta última, en 1988 se debía convocar a una consulta, pero esta vez, por una decisión del Tribunal Constitucional, dotada con registros electorales. Votó el 97% del padrón, Pinochet perdió y fueron posibles elecciones libres. Nuestro último plebiscito fue en 1989, con la finalidad de aprobar las reformas constitucionales pactadas entre la dictadura y la oposición, y así dar inicio a la transición. Desde entonces nunca más hemos convocado a la ciudadanía para decidir sobre nuestro futuro, más allá de las elecciones.
Por eso el próximo mes de abril es tan trascendente. Los políticos no entienden la importancia que tiene este momento en nuestra vida republicana, porque son incapaces de mirar más allá de su provecho, y los ciudadanos, confundidos aún por la eficacia de las protestas, no hemos dimensionado la importancia de que solo con votos podemos lograr por primera vez un genuino pacto.
Si quienes promueven el ‘rechazar para reformar’ estuviesen en 1817, probablemente llamarían a votar en contra en el plebiscito de O’Higgins para la independencia, porque la incertidumbre de construir un nuevo país era demasiado grande.