En 2017 un grupo de parlamentarios impugnó ante el Tribunal Constitucional
(TC) el proyecto de interrupción voluntaria del embarazo, sosteniendo que
afectaba la autonomía de los grupos intermedios para aquellas entidades que
se opusieran al aborto. Éstas, sostenían los impugnadores, también debían
tener la posibilidad de ser objetores de conciencia al igual que el equipo
médico. El TC resolvió a favor de esa tesis, afirmando que las personas
jurídicas podían ser objetores si se afectaban sus idearios institucionales o
religiosos.
Cuando la Contraloría rechazó el protocolo para la implementación de la ley,
el contralor sostuvo que, si bien las entidades privadas podían ser objetores
de conciencia, en el caso de aquellas que tenían suscritos “convenios con el
Estado” para las prestaciones sanitarias, esa objeción no se podía hacer
efectiva durante su ejecución, porque en ese caso, como sostiene
explícitamente una ley de 1980, sustituyen al Estado en las prestaciones de
salud. Para la Contraloría es al momento de suscribir el convenio en donde
se manifiesta la autonomía de la entidad, y no con posterioridad.
Los parlamentarios que ahora recurren al TC, objetando el nuevo reglamento
que regula la ley, están cuestionando la interpretación que Contraloría le ha
dado a la objeción de conciencia institucional. Para los requirentes debe
primar la autonomía de los cuerpos intermedios por sobre las obligaciones
públicas que éstas han asumido contractualmente, porque cualquier otra
interpretación es “totalitarismo”. Para la Contraloría, una vez suscrito el
convenio —he ahí la voluntariedad— debe primar el funcionamiento de la red
sanitaria, a través de la cual se garantiza el derecho fundamental a la salud.
La derecha y sus intelectuales han sostenido que la tesis de la Contraloría
afecta el adecuado equilibrio que debe existir en la satisfacción de lo
“público”, porque una interpretación distinta lo transformaría todo en “estatal”.
Sin embargo, esa manera de plantear las cosas es tramposa.
Es evidente que una sociedad moderna descansa en mecanismos
razonables de colaboración público-privada, pero para que exista
cumplimiento de buena fe de ese acuerdo es conveniente no olvidar que en
la ejecución de las obligaciones públicas debe garantizarse la continuidad,
regularidad y no discriminación de éstas frente a los usuarios. Y no porque
esa cooperación se transforme en estatal, sino, sencillamente, porque
cuando los privados deciden colaborar en lo público también dejan de lado la
satisfacción plena de su autonomía individual. De lo contrario lo público
quedaría sometido a los intereses de grupo —los gremios—, y eso ya no
sería estatismo, sino volver a la Edad Media.