Michel Crozier, uno de los más destacados sociólogos en el estudio de las organizaciones, advertía hace poco más de dos décadas que «la obsolescencia de nuestras ideas nos impide comprender una realidad profundamente diferente», porque las decisiones públicas se dan en contextos de «actores heterogéneos» e «independientes», con un Estado que «se ha diversificado extraordinariamente hasta el punto que hablar de un solo actor en ese conglomerado de actividades diversas aparece cada vez más como una ficción».
Y es que el Gobierno y sus propuestas en materia de «reformas institucionales» se está enfrentando a una «obsolescencia» en la manera de generar acuerdos. Hasta ahora sólo sabemos de las reuniones del ministro Chadwick, principal articulador de estas modificaciones, con las instituciones y los partidos políticos. Buena parte de esa discusión ha estado centrada en nombramientos, así como el rol del Ejecutivo y el Congreso en la designación de esos cargos. En otros términos, las reformas promovidas tienen el peligroso incentivo de mirar esas estructuras como simples unidades de distribución de poder, más que genuinos ajustes que mejoren el sistema de pesos y contrapesos en la Constitución.
¿Por qué es relevante tener en consideración esa caduca de manera de ver las cosas? La política suele creer que los ciudadanos son personas que sólo son relevantes en dos momentos: en las elecciones y al momento de pagar impuestos. Sería en base a esas dos oportunidades en que estos exigirían rendiciones de cuenta.
El punto es que el Estado y la sociedad son estructuras que han aumentado en complejidad y sus intereses contingentes suelen ser múltiples y diversos. Por eso, uno de los cambios más destacados en la organización estatal del siglo XX fue el aumento del «eforato», un concepto que replanteó Fichte a finales del siglo XVIII; es decir, la existencia de instituciones que sin legitimidad democrática directa, pero con autonomía -como la Contraloría, los tribunales de justicia, el Tribunal Constitucional o el Banco Central- son creados con la finalidad de supervisar y garantizar que los representantes, el Presidente de la República y el Congreso, cumplan con el «pacto» y que juraron a la colectividad.
Esta idea ha logrado en el último tiempo un nuevo sentido cuando debemos discutir el tipo de arquitectura de nuestras instituciones. La pretensión de dejar que este debate se de únicamente en los oscuros pasillos del poder es precisamente una manifestación de la falta de comprensión de la nueva realidad. Es creer que puede continuar pensando los acuerdos en los mismos términos en que se hacía en los inicios de la transición, tratando de eludir el que sigue siendo nuestro principal problema: la necesidad de un nuevo acuerdo constitucional.