Durante la última semana se ha generado un debate sobre el supuesto sesgo que tendría ‘Contralorito’, el personaje ficticio que Contraloría utiliza para la difusión masiva de su labor, que ha terminado con un oficio fiscalizador por parte de un diputado.
La polémica pasa por alto varias cuestiones elementales. Cuando la Contraloría se transformó en autonomía constitucional en 1943, el Congreso lo hizo con el explícito propósito de controlar con total independencia el presidencialismo y a la administración pública que dependía de él. Desde entonces fue progresivamente generando la política de recibir las denuncias de los particulares frente a incumplimientos estatales, lo que explica que todos los gobiernos registren ácidas polémicas con este organismo.
Bajo ese criterio, la Contraloría siempre ha entendido que tiene el deber constitucional de responder los requerimientos que se le formulen, así como cumplir un rol divulgador sobre sus acciones. Hay varios ejemplos exitosos de esto en los últimos 70 años con distintos contralores, desde las capacitaciones funcionarias, la sistematización educativa de sus decisiones, hasta la disponibilidad digital de su jurisprudencia y auditorías.
Cuando la actual administración de Contraloría decidió crear un personaje casi infantil para divulgar su función, fui de aquellos que formuló reparos. Implicaba vulgarizar su rol institucional, porque podía trivializar las decisiones de este organismo -que operan como precedentes obligatorios para los funcionarios públicos- afectando su rol técnico. Creo, sin embargo, que ese juicio debe ser matizado. En prácticamente todas las redes sociales, medios reconocidos formalmente como plataformas de información a los usuarios, la Contraloría a través de su personaje populariza las decisiones importantes que adopta a través de pictogramas, pero además con lenguaje fácil -una política adoptada también por otros organismos- promueve la educación sobre el alcance de sus competencias. Aunque a veces actúa con excesivo entusiasmo juvenil, su comunicación ha terminado siendo efectiva.
Este pajarraco ha realizado, más que cualquier contralor o profesor de Derecho Administrativo, un aporte a la comprensión ciudadana sobre la importancia que las autoridades y funcionarios del Estado respeten la Constitución, la ley y gestionen adecuadamente los fondos públicos. Las comunicaciones de este personaje han provocado que la Contraloría sea ampliamente conocida generacionalmente y cada día exista más interés sobre el rol que desarrolla. Esta figura ha terminado siendo un promotor de capital cívico, algo especialmente importante en los tiempos que vivimos, de modo que sus críticos en el Congreso podrían aprender cómo se relaciona exitosamente con sus audiencias en momentos de una preocupante desconfianza institucional, antes que sostener discusiones con un simple personaje de ficción.