«Piñera ganó las primarias, ahora la izquierda chilena debe encarar sus demonios»
6 de julio de 2017
SANTIAGO – Todos daban por hecho que muy pocos asistirían a las elecciones primarias del domingo.
Se marginó la gobernante Nueva Mayoría que, al no acordar en la búsqueda de un candidato común en esta instancia, además de perder figuración dejó en evidencia su ruptura tras 27 años de alianza entre socialistas y demócratas cristianos. Solo concursaron mundos críticos al gobierno de Michelle Bachelet y a la historia de la Concertación. Si esto no fuera suficiente, la selección nacional de fútbol venció a Portugal luego de que su arquero Claudio Bravo atajara tres penales seguidos, clasificando así para la final de la Copa Confederaciones, a jugarse precisamente ese domingo electoral. “Si además llueve –repetían los pájaros de mal agüero— sencillamente no votará nadie”.
Pero el día amaneció con un sol radiante y quizá incluso ayudó la ansiedad provocada por ese partido imperdible a que muchos no soportaran quedarse quietos y acudieran a sufragar para matar la espera. Durante la mañana –el partido se jugó a las 14:00– los centros de votación se desbordaron por la cantidad de votantes. Participaron más de 1.800.000 personas; el 80 por ciento votó para elegir al representante de la derecha y el 20 por ciento restante por el Frente Amplio, la coalición de izquierda heredera del movimiento estudiantil del año 2011. Como resultado, el expresidente de derecha Sebastián Piñera fue el ganador indiscutido de estas elecciones.
Una de las interrogantes que debía discernir esta primaria era cuánto pesaba este conglomerado joven que tanto protagonismo ha tenido en los debates del último tiempo. A mí me parece que los 330.000 votos que obtuvo no son pocos para una organización política recién parida por jóvenes que hace poco egresaron de la universidad.
Pero si algo ha caracterizado al Frente Amplio es la falta de mesura en sus pretensiones y juicios. Repiten que Chile es uno de los países más desiguales del mundo (si no el más), que su economía neoliberal ya no se aguanta, que vivimos en una “democracia” enteramente manejada por los grandes poderes económicos; y aunque no lo dijeran de corrido, daban a entender que todos los políticos mayores de cierta edad son una banda de corruptos.
Medias verdades convertidas en alaridos por la exageración y la inmodestia: para que sus empeños resultaran grandiosos, era mejor pensar que estábamos igual que en dictadura, que aquí no había cambiado nada, que era un mundo desesperado el que clamaba por sus ansias justicieras. “Intoxicados de teoría” –como alguna vez dijo Fidel Castro del Movimiento de Izquierda Revolucionaria– acomodaron el mundo a sus disquisiciones, y ahora les corresponderá llevar a cabo el ejercicio contrario.
Por primera vez, ellos y sus postulados fueron expuestos al escrutinio público. Pensaban que serían muchísimos los que padeciendo semejante situación de opresión e indignidad pujarían por algo tendiente a la revolución. Según estas elecciones, en cambio, fueron hartos más los interesados en alentar el crecimiento económico (actualmente decaído) –lo único que a fin de cuentas ofrece la derecha– que los inclinados a remplazar este modelo económico.
La idea de que en Chile la población vive un intenso malestar comienza a ponerse en duda. Los índices macroeconómicos siguen deprimidos, pero según las encuestas del Centro de Estudios Públicos la mayoría de los chilenos está contento con su vida y sostienen que son los demás quienes están mal. El filósofo Slavoj Zizek habla de “interpasividad”, cuando, por ejemplo, las risas de la TV sustituyen las propias; aquí es la conciencia extremada del supuesto dolor de otro quien calmaría la culpa producida por el propio bienestar.
Es cierto que la desigualdad es un tema nuclear, pero no va en aumento sino en baja, y los estudios del PNUD aseguran que no es la cuestión económica la que más molesta, sino la de trato. Los movimientos sociales que han irrumpido los últimos años reclamando por la educación o las bajas pensiones han demostrado tener un domicilio político incierto, porque, de haber suscrito un proyecto profundamente transformador, los chilenos hubieran votado en masa por el Frente Amplio. Era lo que ellos creían, pero no lo que sucedió.
La derecha está bien organizada (las ansias socializantes que ven en el gobierno de Michelle Bachelet la pusieron en pie de guerra) y con este triunfo ha dado un gran paso en su camino para volver a La Moneda.
La descomposición y el extravío se hallan en la centro-izquierda. Hasta aquí, cada uno de sus sectores –Democracia Cristiana, Partido Socialista, Partido Por la Democracia y Frente Amplio– han decidido privilegiar eso que los distingue en lugar de aquello que los une. El colmo de este ánimo sectario me tocó verlo el mismo día de las primarias, cuando le expliqué a un frente amplista mis razones (no son sencillas) para votar por uno de los suyos –Alberto Mayol– y para sorpresa mía le molestó que yo votara igual que él. La idea que tenía de mí le impedía aceptarme entre sus copartidarios.
La izquierda chilena debería comenzar a pensarse con calma. Tomar en cuenta al Chile real (logros y falencias), poner sus aspiraciones a la vista y reconocer como telón de fondo el descalabro de la Revolución bolivariana, la incipiente apertura cubana y el desarme de la guerrilla de las Farc. Luego, desde las cenizas de la Concertación y soplando estas primeras chispas del Frente Amplio, rearticular un proyecto moderno y atrevido, desprovisto de nostalgias románticas, cuya finalidad central sea la profundización democrática. Un diálogo que remplace los prejuicios y las frases hechas por la curiosidad y los objetivos concretos.
Mientras el progresismo se halle perdido en sus rencillas internas, inflando rostros insustanciales y mediáticos para mendigar apoyos pasajeros en lugar de esbozar una idea confiable e inclusiva de desarrollo, hija de alianzas lo más amplias posibles, aunque a algunos les duela, no merecerá gobernar.