Soluciones simples a problemas complejos, es uno de los mantras del populismo que pretende reconocer en el sentido común la mejor forma de enfrentar los problemas estructurales de nuestras sociedades. La sensación que la gente tiene respuestas honestas, serias y desinteresadas frente a una elite egoísta, narcisista y corrupta se ha instalado en la mayoría de nuestros países. La elite política y económica, sin duda, ha aportado millones de elementos para consolidar este sentimiento.
Por que estamos hablando de más de emociones que de realidades. Hoy la política es emoción y este rasgo es lo que finalmente entrega legitimidad al líder populista que busca apoyo personal antes que verdadera participación política. El líder se consolida supuestamente representando el saber cotidiano, reconociéndose como el único con capacidad para poner ‘los acentos’ necesarios.
En este marco líquido y peligroso emerge el miedo al delito como un lugar de privilegio. Miedo que nubla y transforma cuando regresamos a los instintos básicos y nos sentimos atacados, desprotegidos, solos. Miedo que se ha transformado en carne para la carroña política que encuentra en la inseguridad el espacio de autoafirmación; así como en miel para medios de comunicación que llenan páginas, horas, twits y podcasts, con noticias de violencia, muerte, crimen e impunidad.
Así se desarrolla y potencia el populismo punitivo. Lo que algunos llaman ‘humo’ para cambiar la agenda política, para distraer a la ciudadanía o incluso para entretenerla. Lleno de medidas rápidas como aumentar castigos, sacar más policías a la calle, incluir militares, crear tipos criminales, cuando no proponer servicios militares para los jóvenes infractores. Apoyados en el desarrollo de las nuevas tecnologías el populismo ha diversificado su oferta incluyendo instalar cámaras, drones, botones de pánico, cercos eléctricos y un largo etc de medidas inservibles para bajar el crimen. Pero no hay que olvidar que el populismo punitivo no tiene como tarea primera bajar el delito, sino enfrentar la ansiedad ciudadana que genera la situación. De este modo, debatir sobre su efectividad se convierte en una batalla perdida cuando se desarrolla en la cancha del ‘sentir’.
Tres son los elementos principales del populismo punitivo que necesitamos identificar cada vez que con soltura se nos ofrezcan soluciones al crimen. Primero, las soluciones no están basadas en lo que digan los expertos sino lo que sientan las víctimas. De esta forma, el conocimiento experto es considerado elitista (cuando no garantista) y en ese mismo momento queda fuera de juego. La víctima, como es esperable en la mayoría de casos, no cree en la rehabilitación ni en el debido proceso y muchas veces en el Estado de Derecho que dice proteger a los criminales.
Segundo, el castigo es entendido como un elemento con una calidad moral inherente. Es decir, siempre hay castigo en sus recetas. Bien simple, frente al miedo viene la necesidad de castigar a alguien culpable de esta sensación, fortaleciendo la construcción de sociedades marcadas por la segregación y la discriminación. Castigar como sinónimo de educar contiene una cantidad tan grande de peligros que supera el espacio de esta columna.
Tercero, el delito que genera temor siempre es el robo, nunca el tráfico de influencias. Lo que motiva la respuesta es el hurto, casi nunca el acoso callejero. Es decir, no todos los delitos son iguales, por lo que jamás se escucharán voces llamando a tolerancia cero frente a la malversación o fin de puerta giratoria para la corrupción.
El populismo punitivo vende miedo y se compra con votos. Los réditos electorales son evidentes, así por acción u omisión, prácticamente todos los partidos políticos terminan hablando desde la emoción, pidiendo castigo y dejando de lado a los expertos. Un juego peligroso que se desarrolla mientras las políticas públicas serias son dejadas de lado o postergadas en un segundo plano
Es verdad que la política necesita humo y acción, pero solo humo traerá más violencia e criminalidad.