El nombramiento del hermano del Presidente de la República como embajador en Argentina ha provocado controversia sobre la prudencia de la decisión, especialmente porque —a pesar de debates similares ocurridos en administraciones anteriores— no consideró los riesgos a los que dicha designación expone al sistema institucional.
Nadie discute que Pablo Piñera tiene una sólida trayectoria de servicio público. Pero, en este caso, no son sus atributos profesionales los que están en juego; es simplemente si el hermano del Presidente puede desempeñar un cargo público que la Constitución califica como de exclusiva confianza del Jefe de Estado.
En nuestro sistema legal, tradicionalmente se interpretó que las reglas del Estatuto Administrativo aplicables a los funcionarios públicos no se prolongaban hacia los cargos de confianza de nombramiento constitucional. Esto cambió en 1999, cuando se dictó la ley de probidad administrativa y se hicieron extensivas las reglas en ellas contenidas —incluidas las incompatibilidades por parentesco— al Presidente y a todos quienes desempeñaren cargos de confianza, porque la “función pública” es una denominación amplia. La reforma constitucional de 2005 reforzó esta idea, al incorporar, a su vez, el principio de probidad como cláusula general, tanto así que el Congreso desde 2011 prohibió a diputados y senadores contratar parientes con cargo a las asignaciones parlamentarias.
Por su parte, la Contraloría indicó, en 2009 y 2010, que las reglas de probidad eran aplicables a las personas que desempeñaban cargos de confianza y al propio Presidente respecto de las medidas que adoptara, porque, aun cuando existan nombramientos inevitables —como el de embajador—, dichos criterios eran exigibles en las decisiones concretas.
¿Por qué, pese a ello, los asesores legales del Presidente no advirtieron el riesgo de este nombramiento? La razón puede encontrarse en que la regla que impide la contratación de parientes descansa sobre el supuesto de la incorporación a la misma unidad administrativa a la que el funcionario postula. Posiblemente los asesores presidenciales sostuvieron que el cargo de embajador era de confianza y respondía a una razón de Estado, de manera que la incompatibilidad por parentesco no era aplicable.
Ese consejo, en mi opinión, fue errado, porque desconoce el modo en que ha sido utilizada e interpretada la cláusula de probidad para resolver problemas en zonas grises. Ello ha generado una tensión innecesaria, que probablemente exija un pronunciamiento de la Contraloría, cuya decisión inevitablemente tendrá costos públicos. Y es que, dado el contexto de este nombramiento y sus protagonistas, Gardel parecía tener razón: “Por una cabeza, todas las locuras (…) cuantos desengaños, por una cabeza”.