Una Constitución es un proyecto incompleto. Sus propósitos nunca se logran por su simple redacción. Dependen de dos factores complementarios: las leyes que llevan a la práctica los mandatos que esta encomienda, una responsabilidad inherente a las instituciones democráticas, y la apropiación que logremos de sus reglas en nuestras interacciones, de modo de adaptarlas a nuestros desafíos cotidianos. De esos elementos dependen su estabilidad en el largo plazo y el éxito del pacto social que expresa.
Cuando se acercan las elecciones del mes de abril, esa distinción resulta útil. Los convencionales electos para redactar una nueva Constitución deben pensar las normas sobre las cuales descansará nuestra convivencia futura, porque le hablarán al país de las próximas décadas, sobre los sueños que fundaron las palabras que escribieron y los riesgos o peligros que desearon evitar. Su rol no será gestionar las políticas públicas para cumplir con sus órdenes.
Aunque este proceso de integración democrática lo vivimos por primera vez en nuestra vida independiente, sí sabemos de proyectos constitucionales incompletos. El pacto de 1925 lo fue, porque algunas de sus disposiciones quedaron condicionadas a leyes futuras que el Congreso nunca dictó. El propio texto de 1980, con todo lo maximalista que tuvieron algunos de sus contenidos y pese a que fue gestionado por una junta militar, también dejó reglas incompletas.
Sin embargo, ambos textos tuvieron apropiaciones colectivas distintas. La Constitución de 1925 fue logrando una progresiva persuasión democrática en el sistema de partidos y la sociedad, de modo que las reformas de 1970 y 1971 permitieron actualizar ese pacto social, que se vio violentamente interrumpido por el golpe de 1973. A su vez, la aplicación de la Constitución de 1980, especialmente en los últimos 15 años, ha llevado a la Corte Suprema a interpretar el sistema de derechos fundamentales como cláusulas que requieren de actualizaciones para resolver problemas esenciales, una visión que a los defensores del texto original de la dictadura les suele incomodar.
Los convencionales deben saber que no están siendo electos para resolver con inmediatez los problemas contingentes de pensiones, salud, educación o medio ambiente, pero sí que son responsables de definir adecuadamente los valores compartidos, los derechos que nos reconocemos y la articulación de las instituciones que permitan a la democracia abordar esos problemas con eficacia, así como otras dificultades que de seguro enfrentaremos y que por ahora desconocemos. Por eso su reconocimiento quedará escrito en los libros de historia, no en los resultados circunstanciales de la próxima elección.