En una entrevista este fin de semana, el senador Juan Ignacio Latorre sostuvo que el resultado del plebiscito puede ser similar al de la segunda vuelta presidencial de diciembre pasado y que, si hay que conversar reformas al texto de la nueva Constitución, sólo se debería realizar a partir del 5 de septiembre. Las palabras de Latorre revelan de un modo preocupante como estamos dejando de lado el texto propuesto y transformando el plebiscito de salida en una contienda electoral de apoyo al Gobierno.
Transitar por ese camino tiene dos inconvenientes. Por un lado, desnaturaliza el plebiscito constitucional como una instancia de decisión democrática sobre la propuesta elaborada por la Convención y, por la otra, expone al Gobierno, en caso de que triunfe el rechazo, a una contingencia difícil de administrar para su agenda de reformas.
Quizá no esté demás recordar que lo que finalmente votaremos en septiembre es si el texto propuesto satisface los fines que persigue una Constitución. Es decir, los valores y principios comunes que una sociedad diversa decide declarar como esenciales, los derechos que nos reconocemos, la manera en que concebimos el ejercicio de la democracia y las formas en que distribuimos el poder. Por eso, la Constitución —pareciera conveniente no olvidarlo— es un artefacto que tiene fines prácticos, pero también representa un símbolo de lo que somos y deseamos para el futuro.
Así las cosas, confundir un plebiscito constitucional con la lealtad de una elección presidencial es arriesgar demasiado. Si el senador Latorre busca que el apruebo tenga alguna oportunidad el 4 de septiembre, lo razonable no es interpelar a los leales al gobierno, sino persuadir —incluso a quienes no simpatizan con la actual administración— de que la propuesta de nueva Constitución es un texto que cumple el fin práctico y simbólico: permite que la democracia constitucional funcione razonablemente bien para los desafíos que enfrentamos. De lo contrario, las normas propuestas se disiparán en medio de una refriega electoral que nada tiene que ver con su contenido.
Por lo mismo, postergar el compromiso de reformas para después del plebiscito carece de sentido. Cuando existe un relativo consenso que la diferencia más significativa entre las opciones apruebo y rechazo se define en cuál tiene mayor credibilidad para implementar una agenda de reformas en caso de triunfar, omitir la posibilidad de una discusión previa sobre algunos cambios necesarios al texto propuesto, para garantizar una adecuada implementación, es una postergación peligrosa. En especial si algunos dirigentes de los partidos de gobierno han decidido llevar el plebiscito a una especie de referéndum de apoyo al Presidente.