Hace trece años la derecha acusó constitucionalmente a Yasna Provoste y logró su destitución. El último ministro removido antes de ella lo había sido en julio de 1973. La estrategia fue anticipada por Andrés Allamand en 2007, en su libro «El desalojo», donde acusó a los gobiernos de la Concertación de ser una coalición «atornillada al poder», que realizaba «intervencionismo electoral», que se basaba en una «ideología de la corrupción y el engaño» y que sus políticos eran «ineficientes». Para eso la derecha era una opción, porque tenía unidad, mejores equipos, un ideario y la voluntad de gobernar.
El «desalojo» y la destitución de Provoste expresaron una forma de hacer política que se basaba en degradar el debate público y al oponente, que justificaba el uso desviado del sistema legal para derribar adversarios políticos y que afianzó una forma de ser oposición en la cual todo medio era legítimo.
Hoy, en las dificultades más serias que hemos vivido desde el retorno a la democracia, producto de una crisis social, sanitaria y económica, alimentada por la degradación de la política, Provoste, en su calidad de presidenta del Senado -y, a estas alturas, como líder de una parte importante de la oposición en el Congreso- tiene su propio desagravio. Para la derecha es una jugarreta del destino que sea ella una de las protagonistas para lograr un acuerdo que permita enfrentar estos tiempos con eficacia política.
Y el asunto no es trivial. No sólo está en juego la situación de las familias afectadas por la pandemia; también la necesidad de dar estabilidad a la democracia para los meses que vienen, en los cuales se juega en buena parte el futuro del país para las próximas décadas. De aquí a final de año tendremos doce elecciones, que provocarán un cambio significativo de autoridades, las mismas que deberán gestionar las consecuencias de esta crisis.
Quizás lo más relevante sea la elección de los convencionales constituyentes y, en particular, su proceso de instalación, que debería ocurrir a fines de junio. Si bien la Constitución señala que es la propia Convención la que debe dictar sus reglas de funcionamiento, poco se dice de cómo operará ese primer día fundacional, salvo que la instalación requiere de un decreto firmado por el Presidente de la República.
Esto, que podría parecer frívolo, simbólicamente no lo es. En la primera sesión, la Convención deberá elegir a su presidente y vicepresidente. ¿Quién o quiénes lideraran este momento previo? La respuesta es clave para el desarrollo del proceso. Provoste también tiene una responsabilidad en persuadir al Ejecutivo y al Congreso sobre la importancia de aquel día, uno en el cual no deberían ser tolerables los protagonismos o ansiedades personales.