¿En qué se parece el proyecto de Aula Segura con la iniciativa que acaba
de aprobar la Cámara de Diputados que restringe la instalación de nuevas
actividades en zonas saturadas? Que en ambos pareciera existir una
“conexión con el país real”, pero terminan proponiendo soluciones
reactivas y deficientes.
Chile tiene un largo historial en la gestión de la contaminación
atmosférica, con una reconocida deuda en estándares de calidad del aire,
programas de medición, falta de regulación de algunos contaminantes
peligrosos, gestión del transporte, pasivos ambientales y planificación
urbana coherente. Aunque este es un asunto relativamente extendido en
el mundo, en el caso de nuestro país las recomendaciones han sido
sostenidas en el tiempo por parte de organismos nacionales e
internacionales por casi 30 años.
Entre la declaración de una zona saturada —un verdadero estado de
excepción ambiental— y la dictación de un plan de descontaminación —el
instrumento que gobernará esa zona mientras dure la situación—
transcurren en promedio más de cinco años, lo que lleva a que una buena
cantidad de las medidas que se aprueban para esos planes terminen
desactualizadas para las realidades que les sirvieron de base. Ello se
traduce en políticas de baja efectividad, que generan una evidente
frustración colectiva.
El proyecto aprobado por la Cámara es reactivo y limitado —el mismo
pecado de Aula Segura— porque, con la pretensión de hacerse cargo de
una situación reconocidamente grave, no se detiene en temas de mayor
relevancia: la actualización o revisión de las resoluciones de calificación
ambiental de los proyectos ya instalados en esas zonas para adecuarse a
la nueva realidad; la gestión del territorio como una globalidad y, sobre
todo, el diseño de soluciones adaptativas para las inevitables y
cambiantes condiciones futuras. Aunque resulte obvio decirlo, las
realidades que dan origen a la contaminación requieren de una
gobernanza idónea en cada localidad para lograr efectividad en las
medidas que se promueven.
Ni el Congreso ni el Ejecutivo parecieran entender que es necesario idear
herramientas de política pública para gobernar la complejidad de modo
efectivo, en las que las comunidades tengan roles protagónicos en el
diseño de las soluciones y en las que la ciencia aporte la información que
genera de modo permanente. Ello permitirá despejar lo importante de lo
accesorio, y el oportunismo reactivo con la consistencia del largo plazo.
Como sostuvo Harmut Rosa en su visita a nuestro país, la promesa de la
democracia es deliberar para encontrar soluciones públicas y eso requiere
de tiempo, algo difícil en un momento en que el “apuro” es para muchos la
mejor solución para los “desastres”.